El perro que creía medir un metro ochenta.
Durante 17 años, en mi casa hubo un guardián de siete kilos que juraba medir un metro ochenta. A mí me gustan los perros, sí, pero los grandes. Los que imponen respeto con solo respirar. Los pequeños me parecían puro ruido, algo de calma que uno busca después de trabajar. Por eso, fui yo quien se opuso a tener mascota.
Igual perdí. Andrea, con unos ocho años y la mirada hacia arriba, ganó la batalla una tarde casi de noche. Llegó un schnauzer blanco, chiquito como para entrar en un bolsillo. Yo solo negocié mi “derecho paternal”:
—Está bien… pero yo le pongo el nombre.
Aceptaron. Se llamará Hércules.
Y vaya decepción para los visitantes. Les decíamos que teníamos a “Hércules cuidando la casa” y les cambiaba la cara. Se imaginaban un doberman musculoso, un rottweiler de temer. Abríamos la puerta… y aparecía un enano de cuarenta centímetros, meneándose como cabaretera. Nunca asustó a nadie salvo a palomas, y gallinazos, a quienes perseguía con el orgullo de un marino mollendino defendiendo su puerto. El nombre era temerario: uno esperaba el músculo descomunal del hijo de Zeus, y salía este gritón liso y eléctrico.
Pero se lo había ganado. Vivimos en un desnivel de tres pisos hacia el mar, con más de 30 gradas entre la terraza y la cochera. Hércules hacía esa ruta decenas de veces al día. Subía, bajaba, subía otra vez. Ni Usain Bolt en con sus mejores records. Un dios del Olimpo en versión compacta.
Cada mañana me acompañaba cuando salía a entrenar. Mientras yo estiraba en la vereda, él inspeccionaba la cuadra: olfateaba las huellas de la noche, visitaba dos casas vecinas y ladraba a algún madrugador. Nunca negociaba el orden: primero él salía, luego yo. La prisa la tenía él, no yo.
Era también cazador… digamos que aspirante a cazador. Bastaba decirle “¡pájaro!” y Hércules salía cual petardo, bajando las gradas de dos en dos hasta la roca del jardín, donde imponía autoridad como si fuera el capitán de puerto. Le gustaba ese rol de espantador de intrusos alados. Su mito personal.
Fue testigo de capítulos familiares. En 2013 conoció a Gabu, y se acercaba con delicadeza a olfatear a la recién llegada, como reconociendo a su hermana menor. En el 2020, fue anfitrión con corbata michi en el matrimonio de Marian y Ale, y solo faltó que cargara los aros. Semanas después, aguantó con estoica paciencia el encierro de la pandemia, sin quejarse. Recuerdo que como era prohibido salir, yo trotaba en mi jardin como ardilla y Hercules por detrás me seguia como liebre de marathon. Parece mentira, pero de él aprendimos justamente eso: la queja no era opción.
Pasaron 17 años, que según Google equivalen a 85. Lo recordaremos viendo el mar entre las rendijas de la terraza, buscando el mejor ángulo para tomar sol en el pasto, rondando la cocina con cara de “ya es hora de mi comida”, o recibiendo y despidiendo a cada uno como elegante portero de edificio. Fue alarma, acompañante, guardia, terapeuta improvisado y compañero leal. Esos pequeños roles del día a día que uno extraña cuando se van.
Los años le pasaron factura: tropiezos, la patita trasera arrastrándose, la vista cansada, los oídos sordos. Llegó la hora. Hace unos días partió, con la decisión triste pero consciente de la familia. Lo enterramos en el jardín, acompañado de un par de regalos muy pesonales de Anne y Gabu, mismo faraón de la casa. Y sí, sigue cerca.
Mi sueño incumplido fue que me trajera el periódico en la boca. No lo logré. Pero seguiré diciendo lo mismo que le repetía cada madrugada, cuando salía a correr y él se quedaba como dueño del territorio:“Chau, cabezón.”




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