La gente no quiere ayuda, quiere que la escuchen… pero elegimos callar antes que escuchar.

En Cómo salir del pozo, Andrés Oppenheimer plantea una idea central que todos intuimos pero pocos articulamos bien: la felicidad no depende solo de nuestros esfuerzos individuales, sino también del clima social, político y cultural en el que vivimos. Ese “pozo” del título es la mezcla de pesimismo, ansiedad y falta de propósito que atraviesan muchas sociedades. Y —según Oppenheimer— en América Latina el pozo es más profundo, más pegajoso y, por momentos, hasta lamentablemente adictivo.

Es más fácil y cómodo, algunas veces, ser pesimista. ¿Se han dado cuenta de que cuando nos encontramos con un amigo en la calle y le preguntamos el típico “¿cómo te va?”, respondemos generalmente: “ahí pasándola”, “más o menos”, “no se gana, pero se goza”…?

El autor aborda varios puntos fascinantes. Uno de ellos es la epidemia de la soledad, una pandemia muda que atraviesa países desarrollados y en vías de desarrollo. La desconexión social, dice el libro, tiene efectos visibles: depresión, improductividad y un aumento brutal de la ansiedad. Es ahí donde aparece el concepto que me interesa destacar hoy: los “recetadores sociales”.

Frente a esta fractura comunitaria, dice el libro, el Reino Unido creó en 2018 el Ministerio de la Soledad. Sí, así como suena. Un ministerio dedicado a combatir la desconexión humana. Y de ahí nació —a modo de prueba, y que terminó siendo un éxito nacional— un programa donde profesionales derivan a personas hacia actividades sociales y líneas de escucha gestionadas por voluntarios.

Oppenheimer cuenta que su primera pregunta a la ministra fue directa: “¿Por qué crearlo?”.

La respuesta: Nos dimos cuenta de que era un asunto masivo, pero teníamos el problema de que la gente no se sentía cómoda hablando de la soledad.

Y lo más sorprendente: creían que el programa estaría orientado a la gente de mayor edad; sin embargo, descubrieron que los porcentajes de soledad más elevados se encontraban entre los más jóvenes, entre 16 y 24 años. Los expertos señalan que se sienten así por el uso frecuente —y, a veces, enfermizo— de las redes sociales.

Los resultados sorprenden: hasta un 30% de las consultas psicológicas presenciales pudieron derivarse a estas líneas de escucha voluntaria. Una descongestión inmensa del sistema, pero sobre todo una muestra de que muchas veces lo que necesitamos no es una receta de algún medicamento… sino ser escuchados.

El libro deja claro que las mejores soluciones no siempre nacen del Estado, sino de redes humanas activas, ciudadanos organizados, voluntarios comunes y corrientes que sostienen a otros con algo tan simple —y tan difícil— como poner el oído. Los voluntarios pueden ser de distintas ocupaciones y no necesariamente de la rama psicológica. Amas de casa, albañiles, profesores y, sorprendentemente, personas de cualquier profesión, porque el “paciente” al otro lado del auricular lo que necesita es que lo escuchen.

Otra joya británica en este terreno es Samaritans, un programa de más de cinco décadas de existencia donde personas sin formación profesional salvan vidas de personas en crisis simplemente escuchando sin juzgar. Parece increíble, pero funciona.

Ahora bien, ¿qué hacemos con esto en la provincia de Islay? Más de lo que creemos.

Una versión “a la peruana”

Imaginemos un pequeño grupo de voluntarios —vecinos, emprendedores, estudiantes, jubilados, profesionales— que se inscriben para algo muy simple: escuchar. No hace falta copiar el modelo británico al 100%; basta adaptarlo a nuestra realidad.

Se podrían armar grupos de escucha colectiva, coordinados por un voluntario que reciba los casos y asigne a quien pueda atenderlos. La comunicación podría ser por teléfono o WhatsApp para mantener cierta distancia (esa distancia que, paradójicamente, facilita que la gente se abra). Y, claro, habría un supervisor general encargado de monitorear avances y cuidar el proceso.

¿El dato que más sorprende del libro? Que lo que más piden los usuarios de los “recetadores sociales” es asesoría financiera básica. Sí, algo tan simple y cotidiano como no llegar a fin de mes, no poder pagar la renta, acumular deudas. La ansiedad económica disfrazada de malestar emocional. Otra alarma que en nuestra provincia suena fuerte, clarita y todos los días.

Y ojo: el recetador social no tiene que ser un maestro en finanzas. Como ejemplo:

— Esa maestra jubilada solo tiene que sugerir y contar la forma como llevó las cuentas en su casa.

— La viuda puede dar consejos de cómo transitar por ese tramo de la vida a otra que recién quedó sin pareja.

— La mamá cincuentona puede contar su experiencia a la joven de cuarto de media que tantas dudas sexuales tiene.

— La enfermera retirada con síndrome del nido vacío puede ir a la municipalidad o al hospital y ponerse un chaleco de “voluntario” para ayudar en trámites simples.

— El que está próximo a jubilarse puede ponerse un distintivo de seguridad y pararse en la esquina de los colegios con un letrero en mano para ayudar a cruzar la vereda al alumnado.

Hay cientos de formas de poner nuestro granito de ayuda.

Los británicos aseguran que una de las mejores terapias es el trabajo voluntario. Miren estos números: 71% de británicos donó a una obra de caridad en el último mes y el 30% dio parte de su tiempo en ese mismo periodo.

Mientras tanto, en América Latina seguimos atrapados en ciclos de desconfianza, baja colaboración y expectativas por los suelos.

Entonces, ¿no será hora de mirar lo que funciona afuera y adaptarlo? ¿Probar algo distinto en Islay, aunque sea a escala pequeña?

Como dice Oppenheimer: “La felicidad es más una construcción social que una conquista individual. Salimos del pozo cuando dejamos de mirar solo hacia adentro y empezamos a mirarnos entre nosotros.”

Quizá este podría ser el germen de un programa local: un círculo virtuoso de voluntarios que escuchan, que acompañan, que ofrecen perspectivas nuevas y apoyo emocional en momentos que nuestra cabeza quiere explotar, de ruido interno. Nada heroico: solo vecinos ayudando a vecinos.

Y quién sabe… tal vez, como ellos, también nosotros podamos empezar a salir del pozo, uno por uno, escuchándonos un poco más.

Porque, al final, hay algo que este libro no dice, pero que salta a la vista: el peor pozo no es el que caemos… sino el que dejamos que otros caigan mientras miramos para otro lado. ¿Suena a indiferencia?

Si nuestra provincia quiere cambiar, no necesita más discursos: necesita más orejas!. Y quizá la próxima transformación profunda de nuestra tierra no venga de una gran obra, del próximo alcalde a elegir ni de un plan millonario por las inversiones que ya estan aquí… sino de algo tan simple como atrevernos a escucharnos de verdad.

2 respuestas a “La gente no quiere ayuda, quiere que la escuchen… pero elegimos callar antes que escuchar.”

  1. Avatar de speedilygleaming3c35484eff
    speedilygleaming3c35484eff

    La gente quiere que la escuchen, me parece una magnífica recomendación, en general, para asimilar los cambios que cada vez son más rápidos, tanto en los niños como en la vejez, cada vez mayor y limitante. Muy buen artículo, debemos ponernos a practicar lo recomendado.

    Le gusta a 1 persona

  2. Avatar de
    Anónimo

    Me anoto para trabajar en el proyecto !!!!

    Le gusta a 1 persona

Replica a speedilygleaming3c35484eff Cancelar la respuesta