Sabores de mi infancia: gotas de saliva en la memoria

Mis papás siempre nos llevaban a comer a la calle semanalmente por las noches. Era una rutina maravillosa que, sábado a sábado, llueva o truene, se repetía. No había un solo sábado en la noche en que dejara de suceder, y para mí fue una feliz normalidad. Tengo la clara imagen de mi papá estacionado en la vereda de nuestra casa de la Mariscal, esperando que mi mamá saliera, y nosotros, los hijos, ya dentro del auto, supongo, metiendo chacota. Llegaba mi mamá siempre —sí, siempre— con rico olor a perfume. Y sin exagerar, ahora que lo rememoro, mi nariz vuelve a sentirlo.

“Bajábamos” como a las siete de la noche a buscar el restaurante, que en realidad no recuerdo cómo lo elegían. Después de comer, dábamos “una vuelta por el perejil” y de ahí a la casa a dormir. Pero antes del retorno, era también casi religioso parar en los quioscos del cine Teatro, esos que quedaban al costado de la vereda. Mi papá nos decía que escogiésemos el dulce que cada uno quisiera. La atención era por una ventanita, y en mi caso, mi preferida elección eran las lentejas de D’Onofrio, que por gustarme tanto, comía muy despacio, pretendiendo que me duraran muchísimos días. Supongo ahora que esa acción fue el nacimiento de mi neurótica “óptima racionalización de recursos”, de la que hasta ahora padezco.

Esa, para mí, histórica costumbre de salir a comer los sábados por la noche con mis papás se mantuvo por años, hasta que se convirtió en almuerzos domingueros en la calle, también durante muchos años más. En “honor” a mis lindos recuerdos de esa niñez, con Karen y mis hijas salimos a almorzar fuera todos los domingos, también religiosamente… hace ya 27 años. Grabación en mi cerebro que celebro y disfruto cada domingo, en recuerdo de lo que mis papás hacían con nosotros.

Recordando algo de lo que comíamos en esas célebres salidas, nació la idea de este relato de mis recuerdos con el paladar, que intentaré recrear aquí, junto a otras memorables degustaciones de mi niñez y juventud mollendina.

La mesa está entonces tendida…

° En la siguiente cuadra de mi casa, en la cuarta de la Mariscal, al costado exacto del grifo Regesa, había una panadería propiedad de Hermógenes Pacheco donde vendían unas mini colizas. Eran más pequeñas que las que vendían en otros sitios, aplanadas, que me hacían recordar a esas reglas colegiales de veinte centímetros. Siempre doraditas, aparecían a la venta por las tardes —después de las cuatro— y uno podía comerse media docena sin darse cuenta. Tenían unas líneas cada pulgada, lo que permitía partirlas fácilmente en bocados, facilitando el engulle juvenil.

°     El restaurante “202”, de los Salerno, frente a la compañía de Bomberos, es otro de mis principales recuerdos gastronómicos. Según mi memoria —a la que no le doy mayor veracidad— el ingreso al local era por unas puertas batientes con marcos de madera y vidrios pavonados de líneas verticales. Uno de los platos que siempre estaban en nuestra mesa era la corvina a la minier, esa emponchada y con mantequilla, que muchas veces pedían mis papás. Mis hermanas escogían casi siempre apanado con papas al hilo —creo que en realidad el pedido era por las papas y no por la carne—, esas riquísimas papas delgaditas, crujientemente fritas. Yo, siempre aburrido y durante muchos años, ordenaba milanesa de pollo.

—¿No quieres pedir otra cosa? —me decía mi mamá.
Yo insistía con la milanesa, confirmando que mi espectro culinario a esa edad era extremadamente reducido.
—¡¿Cómo pueden comer aceitunas machacadas verdes de Santillana?! —decía también por esos años.
Ahora me encantan.

Y de postre, en el “202”, el panqueque acaramelado era el preferido: como el azúcar se caramelizaba encima de la masa, incluso al punto de crujir al morderlo. Quizá ahora idealice ese postre, pero mi recuerdo hace —o imagina, como decía García Márquez que uno logra inventarse— que haya sido menos sabroso de lo que realmente fue.
“La vida no es lo que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, declaraba el Nobel colombiano.

°     Otro del listado es el que quedaba frente al estadio Municipal, donde ahora está el grifo. Ahí se ubicaba la picantería “El Buen Amigo”, a la que alguna vez pedí ir, pero no me hicieron caso. De chico, yo pensaba que un “picante” era un guiso de carne que picaba, algo así como un sudado de carne, de esos rojísimos, ¡riquísimo!, que se comían en un sitio así. Ahora entiendo por qué mis papás nunca nos llevaron: había más borrachos que comensales. El Buen Amigo era más un bar que una picantería, y presiento que ellos no querían que viéramos a borrachos faltosos.

Una pastelería célebre

Si hay algo que mi paladar no podrá olvidar nunca es El Chochito, esa pastelería del señor Guzmán a la que siempre llegábamos con mis papás, y que sería merecedora de un relato completo para este blog. Íbamos los domingos por la tarde para comprar pasteles para mi abuelita, a quien después visitábamos. El olor de madera húmeda a la entrada, los exhibidores como un mesón de tapas vidriadas, y los pasteles debajo…
Había piononos pequeños, los deliciosos voladores, las roscas con azúcar, de las que me podía comer media docena.

Ahí, donde Guzmán, mi papá hacía preparar para Navidad unos volovanes —esos pastelitos salados de hojaldre en forma cilíndrica que eran rellenos de sesos (después me enteré del relleno)— y que a mi abuelita Alicia le encantaban en fechas especiales como Navidad o su cumpleaños.
Pero si hay algo brutalmente delicioso para mi cerebro fueron las guaguas.

Esas inmensas —las veía grandotas— guaguas de noviembre que por lo menos tenían unos cuarenta centímetros, rellenas de manjar blanco y cubiertas con un glaseado de azúcar, adornadas con unas figuras geométricas que yo intentaba seguir al cortarme un pedazo.

—¿Por qué no las preparan en otras fechas? —preguntaba yo, intrigado por querer comerlas todo el año.
Era típico que, con anticipación, mi papá mandara preparar una para mi casa y otra para la casa de mi abuelita.

°   ¿Alguno recuerda las condiciones sanitarias con que se vendían los caramelos años atrás? En la esquina del Pacheco (colegio Pacheco, para los jóvenes), había un triciclo-quiosco —ya ni existen— donde se vendían los sacamuelas, esos ricos caramelos rojos que se expendían sin envoltura (bastante común en mis 70s) y que se pegaban de tal forma a la dentadura que fácil se llevaban una tapadura en la mordida.

Estas delicias se entregaban al cliente en un papel de despacho, directo del envase de vidrio desde donde se exhibían. Igual pasaba con las peritas, esos caramelos mitad amarillos, mitad rosados, de los que yo procuraba meterme dos a la vez para tener un sabor más intenso.
En Martorell, en la esquina de la plaza Bolognesi —donde me regalaban caramelos después de que mi mamá pagaba la cuenta— y cerca de la caja registradora, había unas cochas que también despachaban en papel común y sin ninguna protección.

Quizá por eso mi generación tuvo inmunidad sanitaria cual mejor escudo que un actual Buscapina.

°   Frente a la Pileta de la Mariscal, más abajo del Club Nacional, había una surtida tienda de abarrotes de las señoritas Ponce, dos hermanas propietarias del negocio. Mi grupo de amigos las llamaba “Las Brujas” y en realidad no sé por qué, pero lo “trascendental” era que ahí vendían un increíble Brazo de Gitano. Recuerdo que, bajo un mosquitero de tela blanca, lucía radiante ese pionono al que se le chorreaba el manjar de leche por los costados, y que estaba rociado de copiosa azúcar impalpable. Pedías una porción, y mientras ibas salivando (¡en este mismo momento lo estoy volviendo a hacer!), alguna de las señoritas Ponce cortaba un trozo y te lo alcanzaba sobre una servilleta. No interesaba que la crema te embarrara los dedos, porque para eso estaba la lengua. Recordemos que en esas épocas no existían los tan usados pañitos húmedos de ahora, que hasta para dar la mano se usan. En mi casa, mi mamá también preparaba un rico pionono, pero el de las señoritas Ponce me gustaba más, porque creo que tenía mayor cantidad de azúcar en polvo encima. Creo ahora que cada porción tendría mil calorías, de las que ahora me fijo, pero que en esos años era impensable evaluar el valor nutricional.

°   La primera pollería que se abrió a fines de los 70 en Mollendo fue la de la cuarta cuadra de la Comercio, frente a la Inmaculada. Esa misma: La Pechuga Dorada, y como era la primera, fue todo un acontecimiento. Ahí donde servían las papas en unas canastitas y donde, como era normal, la porción era de medio pollo porque no existía el cuarto y menos el octavo. Esa misma donde alguna vez también, por la escasez de papas en el gobierno militar, sirvieron camotes fritos como acompañamiento.

°     Y el adobo. Algunos domingos íbamos con mi papá a comer adobo al puesto que Juanito Garay tenía en el mercado, ese del lado derecho de la entrada principal por la Arequipa. Cerca de las 7 de la mañana llegábamos los dos tras el potente potaje, y Juanito siempre se reía, porque mientras yo lo comía acompañado del típico té, mi papá pedía Cola Inglesa —“La Chaposa más sabrosa”—, pero tenía que ser helada. ¡Adobo con gaseosa helada! Eso ahora sería digno de fusilamiento público por contravenir el ideal cuidado del cuerpo.

°     Las papas rellenas y pedazos de chicharrón adecuadamente exhibidos en el quiosco metálico de la señora Úrsula fueron otro referente de mis quince años. Deben algunos lectores recordar que ahí había unas deliciosas porciones de tostado frito en manteca y unos sanguchazos de pierna de chancho que, de solo verlos, ya uno estaba lleno.

°      El Racing, cerca del obelisco, y su cola interminable de autos mejianos en el verano, lo abarrotaban por una parihuela: esa sopa espesa de mariscos coronada con una jaiba, que al terminarla de tomar te mandaba directo a la cama para una siesta. Nunca la pedí porque no me gusta el marisco caliente, pero gozaba verla comer.

°      Y para remembranzas gustativas en el colegio, también tengo recuerdo del quiosco de don Silverio. Él era el decano (el único, creo) del sabor franciscano. Ambiente de madera, mismo quiosco playero, cuya tapa enclenque se abría para atender a la turba —sí, literal— apenas sonaba el timbre de los recreos de las 10:15 y 12:30. Todos abarrotaban el lugar, con moneda en mano y a sonoros decibeles, sus pedidos: ¡una coca!, ¡un atún!, ¡una aceituna! —de las negras eran—, ¡una salteña! —para los gruesos de billetera— y el destacado “pan con palta”. De este último tengo clarísima la escena:

—Oe, don Silverio, ¿dónde está la palta?

Solían reclamar los comensales porque resulta que la deliciosa fruta verde era untada sobre el pan galleta de una manera tan superficial que parecía raspada, dejando solo el tenue color verde sobre la miga. A mí me gustaba la salteña, pero nunca me la pedía por dos razones: la primera, siempre llevaba desde mi casa un contundente refrigerio dentro de mi bolsón de cuero negro —recordemos que no se usaban las sofisticadísimas loncheras, hasta digitales, de ahora—; y la segunda, mi tacañería infantil hacía que prefiriese ahorrar toda la propina que semanalmente nos daba mi papá. Quizá también una de las razones por las que, cuando terminé el colegio, tuve una libreta de ahorros bastante gruesa para la edad.

El Pibe: la hamburguesa de mayor puntaje

Pero el premio mayor de mi memoria se lo lleva El Pibe y su histórica hamburguesa. Esa que Paul, el tío de Luis Alberto, muchas veces nos invitó. Para los mozalbetes lectores de ahora, que no tienen ni idea de qué era El Pibe, aquí algunas referencias:

Este “snack” —ese término no se usaba en mi niñez— era un local con fachada de heladería, por el famoso queso helado que vendía, y de hamburguesas. Uno entraba al local jalado por el olor que emanaba su plancha, donde se cocinaba la hamburguesa en este momento salivada. Justo al ingreso, era típico verlo sentado al señor Amalfi en la primera mesa, con la mirada al vacío y la pierna izquierda cruzada sobre la otra. Quizá esta escena también me dé sabor a la hamburguesa que intento describir. Uno, parado detrás del mostrador y esperando el turno para ser atendido, podía ver cómo se doraban esos manjares que ya habían ingresado por nuestra nariz, y la que —me atrevería a decir— hasta la digestión estomacal ya nos había comenzado.

Se trataba de una de carne molida, obviamente preparada artesanalmente —ahora, en lenguaje gourmet se diría “de autor”— en la que se le notaba el perejil y la cebolla. Esa misma que, mientras le daban la vuelta con esa paleta ancha, hacía crepitar el aceite al freírse. A medio proceso, veíamos que partían el pan y también lo ponían en la plancha para que tomara el sabor. Después, untaban uno de los lados de ese pan, ya al punto de estar tostado, con una mostaza casi aguada que sacaban de un pote grande al costado.

Y se terminaba el proceso cuando ponían la delicia dentro de una waflera mantequillada, ¡seguro que con otras 4,000 calorias!, lo que hacía que se aplastara y quedara delgado. Papel de despacho sobre el mostrador, en el que hábilmente ponían esta “joya” y… ¡listo!

Quizá les parezca exagerada la descripción de la hamburguesa de El Pibe, pero así es como la tengo en la cabeza. Y muchas veces, cuando la recuerdo en mi círculo de amigos contemporáneos, comparten los mismos sabores, olores y experiencias que yo ahora. Y aunque el queso helado era el engreído de este local, espero haber arrancado alguna emotiva lágrima de emoción o, por lo menos, una gota de saliva en trayecto hacia la quijada.

°     Aunque todavía percibo el olor a tierra húmeda en el pasadizo de ingreso hacia el restaurante Los Olivos, y su arroz con pato —que nunca me lo pedí, pero que lo vi en la mesa de mis papás—, y ese particular olor de leña quemándose que hacía de ese restaurante algo especial. O que mis papilas vuelvan a sentir los alfajores fritos con miel de El Peruanito, que, en su destartalada vitrina de vidrio y marco celeste de madera, te entregaba con papel el alfajor crujiente que pensabas comer hace varios días.

Los almuerzos a los que nos llevaban en cada aniversario de cualquiera de los pueblos del Valle también fueron típicos en mi niñez y juventud. Estaban llenos de platos criollos y no como ahora, que la mayoría ofrece pollada y parrilla de chancho. Mucho más elaborada la comida de mis recuerdos.

Así que, después de haber retrocedido un poco por mi memoria culinaria, intentando ejercitarla para evitar el Alzheimer, me dispongo a salir a almorzar y, por supuesto, no pedir cebiche —que me encanta— ni pollada, y más bien masticar con este recuerdo que me hace feliz.

Y quizá el tiempo borre caras, fechas o direcciones, pero hay cosas que no se van jamás: el crujido de una coliza caliente, el dulzor del manjar escurriendo en los dedos, el olor a hamburguesa en El Pibe. Y aunque los locales cambien, los sabores verdaderos se quedan donde importa: en la memoria… y en esa gota de saliva que se nos escapa sin querer cuando los recordamos.


P.D.: Tengo que hacer un expreso reconocimiento a mis hermanas, Óscar y a Carlos por levantar dudas y detalles de algunos lugares que, sin ese aporte, no hubiera podido completar este relato. Espero que los nombrados no reclamen derechos de autoría, a lo que —de hecho— rotundamente me negaría con el fin de evitar compartir el Premio Nobel, una vez que lo obtenga.


Una respuesta a “Sabores de mi infancia: gotas de saliva en la memoria”

  1. Avatar de Henry.
    Henry.

    Perfecto y detallado relato gastronómico que me ha hecho salivar , nunca hay edad para rememorar los sabores y olores tanto de las comidas como de los postres (helados o dulces), hace unos días estuve visitando mi «pueblo» con mi hermano Moisés después de 63 años de ausencia y le digo a mi hermano..oye! me apetece probar un «queso helado» en el mercado municipal desde la última vez que lo probé cuando mi papá me llevó, entonces calculo que tenía 8 años. ¡¡ delicioso!! No hay palabras, todavía sigo salivando…los sentidos del gusto tienen memoria !! Henry Pino Salas.

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