La música… esa dopamina gratuita y escondida que me juega internamente.
La música ha sido mi sombra leal. Me acompaña desde la infancia, me eriza la piel y, sin tocar una tecla bien, me toca el alma cada vez.
Nunca aprendí a tocar un instrumento, pero llevo una orquesta completa dentro. La música es casi mi dopamina portátil: me calma, me sacude, la tengo como un pastillero en el bolsillo.
Igual me creo un músico de alma. He abandonado aprendizajes, clases y partituras, y sin embargo, la música me sigue como mi droga legal.
En mi casa de la Mariscal había timba —creo que quincenal— del grupo de amigas de mi mamá. Ellas jugaban a las cartas en una de las habitaciones del primer piso, donde había una mesa especial de timba, de esas con paño verde. Mismo Las Vegas porteño.
En esa casa había música centralizada desde el escritorio de mi papá, por lo que si se ponían discos —de los tipo long plays, para los lectores cuarentones en adelante—, se escuchaban en cada parlante de la casa, donde podías regular el volumen.
Los días de esas timbas, yo era el encargado de la música y ya tenía el “playlist” de lo que a ellas les gustaba: Julio Iglesias, Ray Conniff, Paul Mauriat… Abba. Quizá mis deseados pininos de un disc-jockey frustrado.
En ese mismo equipo mi papá solía poner música los fines de semana y todos escuchábamos en nuestros dormitorios, por lo que los tangos y boleros eran cotidianos: Julio Sosa… el varón del tango; Roberto Goyeneche y su orquesta, ¡una institución del tango!; el bandoneón —esa casi acordeón— que imitábamos tocar en las rodillas; Aníbal Troilo; Olga Guillot… “heeeeee perdido una peeeeerla, la he perdido en el maaaaaaar”.
Eso hemos tarareado con mis hermanas queriendo imitar a la cubana “La Reina del Bolero”; a Gina María Hidalgo con “Concierto para una sola voz”, que también mantengo en mi actual listado de Spotify; a los Chalchaleros, que a voz en cuello pretendíamos igualar; “Reloj”, del trío Los Panchos; la octava de Beethoven, que yo silbaba casi a la perfección en esa época y que ahora, cuando lo intento, ya no me sale como quisiera.
Tengo que volverle a dar al silbido, que siempre ha sido un buen compañero de mis ratos en soledad.
“Chiquitita”, de los mejores de Abba; algo de valses criollos con Los Embajadores Criollos y El Tísico, del que nos imaginábamos la escena: “—taaaaapame la cara, hazme ese favor”; la guitarra de Óscar Avilés, que nunca me dejó de sorprender; Nino Bravo, que cuando nos contaron que se había muerto muy joven, nos entristecimos.
Hago un recuento de mi transición por mis intentos musicales:
Tendría yo unos nueve, y mis papás nos pusieron profesora de piano: la Sra. Laura, que era viejita —no sé realmente cuánto lo fuera, pero parecía de 100— y a la que hacíamos la vida imposible para no tomar las lecciones. Rosi, Alis y yo éramos los alumnos, y de ese tiempo recuerdo El Choclo, que Rosi tocaba con destreza.
Ahora, en retrospectiva, cuánto hubiera querido que me hubiesen obligado a seguir con el piano. Solo llegué a muy básicas piezas que ya ni recuerdo.
En la época de la universidad, y ya viviendo en Arequipa, le pedí a mi papá que me trajera de unos de sus viajes una flauta traversa, y lo hizo: esa de linda caja negra con forro de terciopelo azul donde, desarmada, entraba la deseada flauta.
Con el profe Hernando tomé clases por varios meses, pero realmente no persistí hasta que la flojera terminó ganando la batalla y la abandoné.
Algunas veces, ya casado, la sacaba y, emocionado, improvisaba algo de lo poco aprendido y realmente sentía cómo los brazos se me ponían como piel de gallina de esos pequeños minutos de escuchar lo que salía de ese viento musical.
Hace unos 15 años me compré una clavinova, ese que tiene sonido parecido al piano original, pero que emite sonido electrónico. También lo abandoné.
Después de la pandemia, y estando de paso por Lima, visité una tienda de Yamaha y, por la carga emocional de querer insistir, me compré uno verdadero. Era un piano vertical de la afamada marca japonesa. Precioso, y que aún conservo en mi cuarto de “abajo”.
Con ese sí tuve clases virtuales —y por muchos meses— con mi hermana Doris.
Ella, con dos cámaras desde Arequipa, y yo con otras dos desde Mollendo, me dio clases por muy buen tiempo y tuve cierto avance que, para mi desesperado deseo, era mínimo. Eran por lo menos 4 horas semanales, y como soy un ansioso del diablo, quizá fue lo que me jugó una mala pasada y terminé nuevamente dejándolo hace ya más de un año.
Desde el día que lo dejé, no lo volví a abrir, y creo que es porque me da miedo hacerlo. Fui un Mozart… pero sin constancia, sin talento.
Si hay un instrumento al que siento, es al piano. El segundo es el violín, y el tercero, el cello. De mi listado “clásica” de Spotify, más de la mitad de mi colección es de piano.
Le tengo adoración a ese instrumento bello, y cambiaría muchas de las cosas materiales que tengo por poder tocarlo, aunque sea de manera básica.
Estaría en el cielo si lo mismo que al silbar pudiera reproducirlo sobre las teclas del pianoforte, como fue el antecesor del actual piano.
Las veces que en esas clases logré tocar algo más de dos minutos de alguna básica partitura, siempre sentí que era un placer inconmensurable el que me llenaba todo el cuerpo. Solo he sentido eso al terminar una intensa carrera en el running que practico.
A inicios de los noventa, viajaba con regularidad a Miami por un negocio de autos en el que estaba, y recuerdo clarísimo que caminando por alguna vereda vi por primera vez en mi vida una tienda que “solo vendía pianos”.
Me acerqué a la vitrina y, al ver esas bellezas de media cola y de cola entera, me dieron ganas de llorar. Sí, me quedé helado y más emocionado de “sentir” el sonido del teclado pasar por el vidrio del escaparate, llegar a mis oídos y empezar a volar.
—Qué lindo negocio —pensé—. Tener una tienda de pianos sería para mí como una pastelería a libre disposición para un goloso de los dulces.
Otras muchas veces, en los viajes, he visto tiendas de pianos y siempre me he detenido a verlos y a volver a “sentirlos”.
En esos continuos viajes de trabajo regresaba cargado de CDs que acrecentaban mi “colección”, la que tuvo más de 600 y para la cual tuve que hacer un mueble especial.
Desde hace unas semanas, me rodea nuevamente la idea de persistir con el piano y tengo planeado intentarlo. Solo el hecho de escribirlo me emociona.
Doris, mi musicóloga hermana —la pienso así porque no solo me daba clases con pasión, sino que me enseñaba a sentir el instrumento—,
me decía a cada rato:
—Además, la sinapsis te ayuda a rejuvenecer el cerebro.
Y sí, aprender cosas nuevas cuando uno es “mayor” es buenísimo, porque la sinapsis se da en ese trance por querer desenredar algo interno entre neuronas que no usamos.
En este caso, aprender piano, porque las “conexiones cerebrales” se multiplican haciendo que el cerebro “haga ejercicio”.
Entonces es obvio que tengo otra buena razón para volver a iniciar mi intento terco de frustración musical.
Así que queridos lectora y lector: si estas encima de los 50s, procura aprender cualquier cosa nueva para que trabaje tu cerebro: a tejer, el frustrado estudio que dejaste de joven, chino mandarín, el excel postergado, la clase de cocina que soñaste, o el ahora conocido ChatGPT.
—¿Qué darías por saber tocar piano? —me dijo un cercano amigo hace unos años.
—Las llaves de mi auto nuevo—le respondí sin pensarlo.
Después de hacerlo, me di cuenta de la importancia que esa respuesta me hacía ver desde el fondo.
—¿Qué hubieras sido en una vida ideal donde el dinero no tiene nada que ver? —me repreguntó.
—Pianista —le dije.
He tenido la suerte de poder escuchar varios conciertos de piano en vivo, y me pasa siempre lo mismo: siento nostalgia y emoción, como que fuese algo internamente mío, como que en otra vida hubiera sido pianista, y algo me jala desde atrás.
La música, en general, es mi compañera primaria. Siempre la tengo a mi costado y en todo el trayecto.
Cuando gané mi primer sueldo, me compré… un equipo de música. No pensé en otra cosa.
Tengo afición a los sonidos de calidad y me es muy placentero escucharlos porque incluso pienso que los siento de otra manera.
Me sorprendo muchas veces “escuchando” el instrumento secundario, el que está “atrás” y al que nunca le damos importancia.
Siempre he procurado que el auto que manejo tenga buen sonido para gozar mi música en la carretera en solitario, que es como casi siempre conduzco.
En mi dormitorio tengo un súper parlante y audífonos de muy buen nivel para hacer mis deportes, y otros excelentes para cuando viajo, lo que me permite aislarme del bullicio de carretera, aeropuerto y avión.
En los espacios en que me ha tocado trabajar durante mi vida laboral, siempre un parlante me ha acompañado y casi todo el tiempo está sonando: bajito cuando estoy con personas, fuerte cuando escucho algo que me gusta, o peor que discoteca cuando sé que no hay nadie.
Hace unos meses me compré uno para mi oficina de primer nivel, que lo tengo frente a mi escritorio, y de solo verlo —aunque esté apagado— ya me habla.
Cuando lo prendo, la conexión es mejor que con Bluetooth hacia mi corazón. Mejor que cualquier interruptor de dopamina.
Hace poco vi una entrevista a Ramón Gener, ese español que es un verdadero maestro para explicar la música, y me quedé impactado porque mucho de lo que dijo yo también lo sentía.
Después conseguí una de sus novelas: Historia de un piano, que actualmente estoy leyendo, y me encuentro entre líneas con mucho de lo que yo comparto, desde mi pequeño conocimiento musical.
En 1997 pude viajar a conocer Nueva York y, por supuesto, en mi listado de sitios por conocer estaba Tower Records, una conocida esquina en Manhattan donde decían que se podía encontrar “toda” la música del mundo.
No es exagerado, pero casi todo el dinero que llevé lo usé para comprar CDs.
Entré y eran como seis pisos de pura música, todos los niveles estaban llenos de estanterías con discos ordenados por géneros, autores y clasificados alfabéticamente. ¡Casi me dio un infarto!
Estuve ahí más de dos horas totalmente extasiado, y cuando llegué a la caja, un atento chico del registro me dijo:
—¿En tu país no hay discotiendas?
Me compré más de 60 CDs y mi maleta estuvo completa. Cuando llegué a la aduana, ya en Lima, me dijeron que eso tendría que pagar impuestos por la cantidad porque “era obviamente para negocio”. Y cuando les expliqué —o mirarían mis ojos emocionados— me hicieron pasar sin problema.
Y aunque Liszt, Chopin o Mozart me querran jalar los pocos pelos esta noche, aquí estoy otra vez, al borde de los 60, con el piano mirándome desde abajo, llamándome discretamente.
No sé si esta vez lo lograré, pero al menos tengo una buena excusa válida para mi vejez: ¡es por la sinapsis!
Por lo menos lo intentaré para no resignarme a seguir siendo ese DJ frustrado de la timba materna… aunque ahora con Spotify y unos buenos audífonos.
Ademas de lo curioso que ahora recuerdo he corroborado con los primos Zuzu, en estos días, que de los 10 hermana/os de mi papá en 7 de sus casas hubo un piano. Así que conexión piano y familia, de hecho existe.
Total, para dopamina gratis, siempre me quedará mi querido deporte y, por supuesto, la música. Sí, esa que para mí es como un inigualable postre de vida.

Puedes leer mas historias en: http://www.novuz.blog


Deja un comentario