La primera parte fue publicada la semana anterior y la puedes leer en:
https://novuz.blog/2025/03/25/viajar-kilometros-que-me-transforman-parte-1/
En esta segunda parte continúo describiendo, sin orden cronológico o de importancia, lo que algunos sitios dejaron en mi percepción de viajero:
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Siempre he sido admirador de los glaciares porque me los imagino como viejos y silenciosos protagonistas del planeta.
Volamos hasta Ushuaia, punto desde el que zarparíamos en el Australis, un crucero que nos llevaría por el Estrecho de Magallanes, el Cabo de Hornos –esa última puntita de tierra que aparece en el mapa de Sudamérica– y que nos dejaría en Punta Arenas después de cinco días. Justamente en esa fría ruta se pasa por “la avenida de los glaciares”, fiordos donde recala el barco y donde nos muestran varios de estos monstruos congelados. En varios de ellos, incluso, hemos bajado a tierra usando zodiacs y caminado para verlos desde la orilla pedregosa, o los hemos rodeado escuchando los crujidos que emiten, como si nos estuvieran hablando.
Estando ahí pensábamos que literalmente estábamos en el “poto del mundo”, en un lugar muy aislado y con la suerte de aún poder ver un fenómeno que se está derritiendo y que mi cerebro grabará para siempre.
A los pocos días estuvimos también en Torres del Paine, ya en territorio chileno, y acercándonos al lago Grey creo haber tomado una de las mejores fotos de mi vida. En esa reserva no solo tuvimos la suerte de ver caminando un puma al borde de la trocha, sino, principalmente, de pensar que si alguien tuviera como tarea pintar ese paisaje, sería poco creíble lograr la “perfección” con que la naturaleza equilibra y hace las cosas.


A pocos kilómetros de París, a menos de una hora de manejo, se encuentra Chartres, un pequeño pueblo al que llegamos ya oscureciendo, en tránsito hacia Mont Saint-Michel, que se encuentra en la zona de la Normandía francesa.
Esa primera mañana en Chartres salí a trotar y, buscando un parque como muchas otras veces, me perdí y no daba con el ingreso. Le pregunté a un señor cómo podía hacer para llegar y, muy atento, viéndome en la rutina, se puso casi a trotar conmigo y me llevó por un atajo hasta encontrar la entrada. Una grata experiencia que me hizo pensar cómo un detalle tan pequeño de gentileza te deja un “plus” del sitio que visitas.
Después del desayuno salimos a caminar por sus pequeñas calles y nos sentamos en un café donde pudimos ver la familiaridad con que los clientes se trataban y conversaban. De hecho, sucedía eso por la continuidad con que se veían, y eso le daba un toque cálido al momento.
Yo, siempre criticón: —¿Esta gente toma desayuno tan tarde que recién compran el pan después de las 10? —le digo a Karen.
Aquí, en Chartres, hay una conocida catedral de arquitectura gótica que visitamos, y que cada noche se ilumina con un impresionante juego de luces. Cientos de imágenes y videos son proyectados en su fachada y acompañados de un armonioso sonido, lo que hace disfrutar a todos los que, desde la vereda de enfrente, estamos gozando el momento. Además, hay un mapa impreso donde se muestra detalladamente la ruta de los lugares de interés, para que el viajero pueda recorrer algunos de ellos, todos exquisitamente iluminados. Muchos son patrimonio cultural y reciben más de un millón de turistas al año.
Un pueblo del tamaño de Mollendo cuya área turística se reduce a no más de cinco manzanas… y a la bella iluminación descrita.

Como estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma justo cuando llegamos a la capital italiana, le pregunto al guía, cuando nos acercábamos al Foro: —¿Desde ese techo es que le tiraron ladrillos a Tiberio hasta asesinarlo?
—Sí —me responde.
Y le cuento que no es que sepa mucho de historia, pero coincidentemente lo sé porque estoy leyendo sobre eso. Que te expliquen algo que sucedió hace más de dos mil años y que uno lo vaya recordando por lo leído recientemente, es la mejor “película” que se puede hacer… en el mismo escenario. Sentí cómo se me erizaban los vellos mientras escuchaba la explicación.
Doble forma de conocer una ciudad, una época.
Manejando por la Toscana, y después de visitar Perugia, me di cuenta en el Google Maps que el pueblo de Asís estaba bastante cerca, por lo que hicimos un desvío no programado.
Soy franciscano por educación colegial y desde niño San Francisco ha sido el único santo al que le tengo admiración, especialmente por la humildad de su vida. Antes de ese viaje pude leer su biografía, así que mi cariño a “San Pancho” era más grande aún.
Pudimos ver a lo lejos la colina donde el GPS indicaba que ya era el pueblo y, al crecer en cercanía, también mi emoción lo hacía. Asís es pequeñísimo. Me atrevo a calcular que tiene un par de plazas y una callecita empedrada preciosa que parecía sacada de un cuento.
Además de visitar la basílica donde están los restos de Francisco, y recordar ahí mismo las historias que sobre él nos contaban en el colegio, pude coronar la corta visita probando un pan dulce que sabía a gloria. Quizá mi sensación por ese pan fue más por la emoción que por la masa.
En una de las preciosas tiendas de recuerdos compramos una pequeña cruz de madera de olivo que se la pudimos enviar a Luis Alberto con una especial notita que le escribí. Nada presagiaba que mi gran amigo al poco tiempo partiría, por lo que entonces, para mí, Asís ya tiene un doble significado.
Volando sobre el Adriático llegamos a Dubrovnik y no solo pudimos conocer su famosa ciudad amurallada, sino ver desde lo alto el ingreso portuario e imaginarnos cómo los romanos —y no fueron los primeros— hace más de 4,500 años venían por estas zonas con el afán de conquistar nuevos territorios.
Además de trotar una mañana sobre esas baldosas de varios siglos, pude comprobar lo acertado de usar ese recinto amurallado, que se hizo muy conocido gracias a la serie Juego de Tronos, ya que muchos de sus episodios fueron filmados ahí, aprovechando su conservada arquitectura.
A unos 450 km al norte de Dubrovnik pasamos unos días en Split, conocido balneario croata, pero lo más bonito del norte del país fueron los lagos y cataratas de Plitvice, a los que llegamos en un día lluvioso, pero que igual gozamos, porque realmente parecían sacadas de una escena cinematográfica. ¡De esas de terror!

Kotor, un pequeño puerto en Montenegro, también en el Adriático, con mucho menos habitantes que Mollendo, parece un refugio amurallado en el que desembarcamos ya anocheciendo.
Con buena iluminación artificial, y los caballos imaginarios medievales que uno espera lo reciban atropellando a la vuelta de cualquier escondrijo. Parece un pueblito de novela e intriga que aprovecha al máximo sus cuatro o cinco manzanas turísticas. Pequeñísimo pero acogedor.
Estar en la Plaza de los Héroes, en San Petersburgo, donde se encuentra el monumento homenaje a la Batalla de Stalingrado, es sentir cómo la piel capta la vibra, al entender cómo en la Segunda Guerra Mundial pudieron resistir, los que se calculan fueron entre 1.2 y 1.8 millones de personas que murieron aquí.
No solo tuvieron que vivir el acecho enemigo, sino soportar el frío extremo, que algunos días llegó a -40 grados, y literalmente morir de hambre por la falta de suministros.
La confrontación más sangrienta de la historia moderna. ¡Tremendo y macabro título!
He podido correr dos maratones fuera de Perú: en Nueva York y Chicago. Aunque la incomparable experiencia de trotar 42 km por casi cuatro horas es inigualable, lo que más recuerdo son dos cosas.
Una es, por supuesto… ¡la llegada! Y el aliento del público en el trayecto. De hecho, ni te conocen, pero sientes esa buena vibra que te impulsa a redoblar. Aunque pueda sonar exagerado, ese apoyo es mejor que la más potente gasolina.
La segunda es la organización de los eventos: desde la inscripción web, entrega de kits, distribución e indicaciones para hacerte llegar hasta tu “corral” de partida, hasta la logística de bebidas, paños, toallas, ambulancias, baños, cientos o miles de guías con letreritos, pitos, matracas, orquestines al paso, etc. Un derroche de eficiencia sin igual.
Hace más de 15 años pudimos ir con mis hijas a conocer las cataratas del Niágara y, aunque llegamos en pleno febrero y se veían medio congeladas, la experiencia de la nieve y el frío extremo —para mollendinos en pleno verano— fue algo particularmente lindo.
Años después hemos podido ir juntos a las de Iguazú y, aunque “las comparaciones son odiosas”, las del Niágara parecen un orín de gato contra estas. El tamaño entre ambas es de por lo menos 3 a 1, si no es más, pero el caudal y la belleza natural en la que están ubicadas son también un factor relevante.

Otra de las cosas que me llama la atención cuando viajo es el uso que la gente da a las áreas verdes de la ciudad, donde es muy común ver personas tiradas en el pasto, jugando con sus mascotas (eso sí, recogiendo siempre las heces), echando una manta y almorzando con amigos, tomando un trago, haciendo yoga o ejercicios, y muchas otras actividades.
En realidad, el parque “público” —como lo dice su nombre— es de uso público, y contrariamente a lo que pasa en nuestro país, generalmente no están enrejados.
Es cierto también que nosotros somos desordenados, y quizá prenderíamos la parrilla en plena Plaza Bolognesi, pero quizá es cuestión de regularlo… y hacerlo cumplir.
Alguna vez estuvimos descansando en uno de esos parques, tirados como reses en el pasto, y el grupo de jóvenes de nuestro costado tenía un parlante grande con sonido más fuerte de lo habitual.
Al rato, alguien del costado se les acercó y apenas les hizo un simple ademán, bajaron el volumen sin que nada raro ocurra ni que haya el mínimo reclamo.
Una mañana temprano desembarcamos en Tallin, la pequeña capital de Estonia en el Báltico, y aunque el barco en el que habíamos llegado era enorme, el puerto era austero y de reducidas dimensiones.
Es destacable cómo estos puntos tan turísticos, que incluso están fuera del círculo comercial, reciben miles de visitantes. Y lo pudimos comprobar porque salimos de la nave y, caminando, dejamos el puerto sin ningún control, por una vereda común pero con pequeños letreros en el suelo que nos indicaban los puntos destacables.
Entramos por la “puerta” de la ciudad, un gran arco de piedra que rodea la ciudad amurallada medieval. Al ir acercándonos, les grité a mi grupo que tuvieran cuidado con Robin Hood, porque era tal la “escenografía” del ambiente que, en verdad, solo hubiera faltado que aparezca repentinamente un jinete cabalgando para atacarnos.
Al mismo tiempo, y más importante aún para mí, es rescatar que el turismo es un generador inagotable de recursos. Por la experiencia que he tenido al conocer estos lugares, es difícil dejar de pensar y comparar que el Perú tiene inmensamente más posibilidades que los sitios que pude ver. Pero lo que creo que nos falta es infraestructura y política estatal para hacer del turismo nuestro bastión de progreso.
Tenemos la oportunidad, y hace mucho no la estamos aprovechando.
Dejemos que el privado invierta en turismo y que el Estado intervenga poco, porque casi siempre lo “público” funciona pésimo.
¿Acaso los casi 50 kilómetros de hoteles de Cancún son inversión del Estado mexicano?
¿Acaso las docenas de áreas hoteleras y recreativas en Santo Domingo, Aruba, Jamaica, Santa Marta o Florianópolis son inversiones de sus gobiernos? . No seamos como aquí que hasta los tickets a Machu Picchu los vende el ineficiente Ministerio de Cultura.
Que el gobierno atraiga y regule, y que el privado invierta y arriesgue su billete y trabaje eficiente, vuelva mas atractivo al país.
La tercera y última parte de: “Viajar: Kilómetros que me transforman” estará disponible el próximo martes: www.novuz.blog


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