Crónica de un bañista fuera de lugar: un día de playa.

Relato del 18.3.25

Cuando éramos chicos, mi mamá nos llevaba a Catarindo de lunes a viernes de 8:30 a 12:30 (había que estar, sin excusas, sentados en el almuerzo familiar).
—¡8:30!… eso era madrugada —alguna vez me dijo una de mis hijas.

A esa hora la playa era para nosotros solitos, así que jugábamos entre hermanos o con los pocos amigos que había, a la mata-gente, vóley, sortear las olas o nadar hasta el fondo. Así que mi conexión marina viene desde lejos.

Ya de mayor, también iba a la playa, pero por Arizona o La Aviación, donde no había gente. Sin embargo, eso no duró mucho para mí porque mis hijas, naturalmente, se aburrieron de no ver a nadie alrededor. En realidad, el aburridor oficial siempre fui yo.

Ahí dejé de ir.

Por mi declarada neurosis, también social, me fui alejando de la arena y las olas y me quedé solo. Ahí empezó mi afición de meterme al mar algunas veces, al terminar de trotar muy temprano, antes de las siete de la mañana. Es muy reconfortante quitarse el polo y las medias y, mojado en sudor, tirarse un par de huacachas. Lo hago, además, cual orondo mollendino de pelo en pecho, subiendo sin zapatillas y con polo al hombro, hacia mi casa. Claro, un guatón como yo cruzando el puente histórico no es que dé un espectáculo ejemplar cual Adonis, pero como la hora es cómplice de mi desnudez, pocos me ven. Además, de verdad, ya hasta sinvergüenza por mi cuerpo me volví a esta edad.

Lo bueno de nadar es la sensación indescriptible de sentir el agua helada al traspasar mi traje y el frío saludable que esta produce en mí. La otra sensación es el constante temor de que, al meter la cabeza, vea pasar un “monstruo” marino de varios kilos (entiéndase lobo) de enorme cabeza y que, para colmo, quiera jugar conmigo. Creo estar preparado para el momento.

Hace algunos años también me meto a nadar en el mar frente al muelle, aprovechando los días de bajo oleaje. Me gusta la soledad de nadar por cerca de una hora, mirando de reojo el muelle, el peñón El Toro y mi casa, en esa mi rutina geométrica, muy temprano a las 6 a. m. o en el ocaso, después de las 5.

Bueno, el domingo pasado fue la excepción y fui con Karen, Anne y Gabriela a la playa. Sentí que ellas me miraban como bicho raro, pero igual me animé como cierre de verano.

Llegamos como a la 1:30 a Albatros, que es donde ellas siempre van. De arranque no más, la señora que ayuda a estacionar me conminó a que lo hiciera hacia su derecha y yo, inexperto, giré.
—Es que ella es la que siempre nos ayuda, alquila sombrilla y atiende —me dijo Karen. Estábamos en buenas manos, felizmente.

Inexperto, con banquito en brazo, me dispuse a bajar hacia la arena, y sí, efectivamente, la señora, muy atenta, nos guió por el caminito de flamante pasto falso, cual Caperucita Roja del cuento. Ojalá no sea un lobo en los precios, pensé para mis adentros. Me quedé callado porque me había propuesto no ser la nota discordante y terminar de arruinar el día playero que recién empezaba.

—La de la izquierda —dijo Karen al otro atento ayudante, refiriéndose a la sombrilla hueso de esa zona, que había escogido con la mirada. Como era de buen tamaño, la sombra alcanzaba de sobra y pensé, por un rato, que podríamos alquilar un espacio sin usar. Se me salió lo mercachifle, pero mi boca no habló.

Apenas instalados, ellas se fueron a la orilla. —En mis tiempos primero jugábamos al cerrito de arena con palo, algo de vóley, mata-gente y, ya sudaditos, nos metíamos al mar—les dije. Ahora las cosas han cambiado y todo se hace más rápido.

Apoyé la espalda al banquito retráctil y empezó mi observación.

¿Cómo hace la señora del parqueo para llevar la cuenta del estacionamiento, la sombrilla, la chicha morada y la cerveza que acabamos de pedir?
—Lo paga no más al final —me dice el atento señor, supongo el marido, que nos trae los líquidos. Mejor que software de restaurante, me quedo pensando.

Por el lado derecho venía un profundo olor a aceite usado por centésima vez y mi olfato canino (tengo uno extremadamente sensible) no sabía si se trataba de fritura de pescado, churros, torrejitas de verdura o suculenta chuleta de chancho (¿quizá res?) que veía por todos los flancos.

El vecino del frente estaba con un sonoro parlante JBL, de tamaño muy grande para el uso playero, según mi amplio conocimiento, al haber sido artefactero por tantos años. Igual sonaba bien, aunque el género de Armonía 10 no es de mis preferidos. No es que yo tampoco hubiera elegido a Chopin para la arena, pero el volumen era tan fuerte que incluso sorprendí varias veces a mi pie derecho moviéndose al ritmo cumbiero. Quizá me estoy acostumbrando.

Pensé también que, si no me esforzaba en llevarla bien, no solo arruinaría la tarde a mi trío femenino, sino que, y principalmente, sería yo el que la pasaría mal.

—Aquí puede haber un tema interesante para Novuz —le dije a Karen, quien justo llegaba heladita desde el glorioso mar de Grau.
—Sí —me respondió—, la próxima vez puedes venir con tu laptop y así aprovechas la ocasión.

Ella podría ser mi futura editora ad honorem. Así me puedo ahorrar alguito.

Efectivamente, y a modo de terapia para mi intolerancia al ruido y desorden, anoté en mi block de notas del celular los referidos sobre los que ahora estoy escribiendo.

—¡Chuuuuurros fresquitos! ¡Chuurros calientitos! Había de los madrileños y desde la mismísima Valencia, directamente de la Madre Patria. ¡Joder! Por un momento dudé si estaba en alguna orilla mediterránea.

¿Por qué traen a los pobres perritos a la playa? Justo había leído que una mala idea es llevar a las mascotas porque el calor les cae súper mal. Además, la contaminación sonora entre la cacofonía del chihuahua de la sombrilla azul de mi izquierda y la del arrebatado chajualla del toldo derecho era tal que, por un rato, pensé que podríamos hacer un trío entre ellos y Armonía 10, que estoy seguro no se amilanaría en la pelea.

¿Tanto vendedor de churros? Levanté la cabeza y fisgoneé entre las sombrillas la cantidad de oferta gastronómica española de tan delicioso manjar.¿Cuántos venderá cada uno de estos aguerridos chicos? ¿Cuál será su margen? ¿Cuántas horas trabajará un fin de semana?

Mi calculadora mental no terminaba de sacar la cuenta cuando llegó el ofrecimiento de los que venían con chocolate derretido encima, los delgados clásicos con azúcar, los rellenos de crema pastelera o manjar. Había unos de por lo menos una pulgada y media de ancho, que pensé difícilmente podría engullir mi boca. Para todos los gustos.

En el toldo de mi izquierda sureña había toda una familia con fácil unos 12 miembros. Estaban aún en la hora del cóctel, y las Pilsen heladitas (¿heladitas todavía a esa hora?) salían de la caja sobre la arena y giraban mágicamente entre ellos.

Uno de los varones, tirado como curaca a la espera de ser atendido, apoyaba el brazo izquierdo en la arena y, con el derecho, hacía loas sordas a Baco. Parecía que, efectivamente, el dios lo escuchaba porque las bebidas aparecían, como por arte de magia, en nuevas y refrescantes unidades.

El otro, sentado sobre un banquito, que estoy seguro no le entraba ni un tercio de nalga, se equilibraba, y me hacía dudar si caería hacia la arena por el soporte de su asiento, por la cantidad de alcohol que ya tenía en el cuerpo o por el intenso sueño que sus ojos se negaban a demostrar.

—¡Salud!

Ese mediodía, al salir de la casa, busqué infructuosamente el frisbee, ese plato volador ochentero con el que en pareja se juega. No lo encontré y, aunque lo tengo guardado desde que era soltero, pensé que sería buena idea usarlo en la orilla.

¡Craso error! Hubiera sido imposible hacerlo volar porque, o degollaba a alguien en el intento, o me denunciaban por atropello. Había tanta gente que, ya tranquilo, me quedé pensando que fue mejor no haberlo encontrado.

¡Una orca! —gritó Annesita. ¿Una orca en esta zona?, pensé. Muy difícil que, en verano y solita, uno de estos cetáceos se atreva a acercarse tanto hacia la orilla.

—No, la de plástico —me dijo mi hija—. De chiquita me tomé una foto con una orca como esas.

El fotógrafo, con una mano en el escualo y con la otra en la cámara, prestaba el servicio para los amantes de la zoología marina.

Y en el toldo de la derecha, los cheleros descritos ya han prendido la parrilla portátil. Una al nivel de la arena desde la que se ve el humo que anuncia la hora del combo.

Ahora que me calenté, vamos con Gabrielita a darnos un baño, por lo que sorteamos las sombrillas, toldos, piscinas, par de pingüinos, dos perros, un gato recién nacido, dos bebés que lloran, un parlante que grita y como cuatro carritos D’Onofrio.

Llegamos a la orilla después de esta larga trayectoria.

—El agua está bien helada —dice mi hija, y es cierto. Más fría de lo normal.

A modo de calentamiento, nos movemos en la orilla, saltando con cada ola que viene. Volteo a mirar y confirmo que, aunque siempre he sido barrigón, descubro que esta es mi zona de confort al comprobar la cantidad de guatas extremadamente prominentes de otros hombres que me acompañan en la orilla. Me hace sentir bien saber que cuido mi peso y, últimamente, aprendo a comer mejor.

Regresando hacia la sombrilla, Gabrielita me dice: “pasemos por la parilla” y, al propósito, nos acercamos cerca a la suculenta brasa vecina, que ya arde con algunas carnes dentro. Unas chuletazas de chancho que más parecen de un T-Rex empiezan a soltar sus jugos y olores. Mi paladar es testigo de esta tentación.

¿Alguien podría pensar en hacerse un tatuaje en la playa y a 25 grados a las 2 de la tarde? —les digo a mis hijas. —¡Claro que sí!

Viene hacia nosotros una cuatrimoto con vinil publicitario de tatoos al paso de todos los modelos. El propio vendedor de este servicio es un mostrario viviente de lo que ofrece, por lo que vemos en sus brazos, pecho y piernas. Súper convincente el argumento.

Entonces, casi nos chocamos con la niña que, equilibrándose, ofrece las “sandillas heladitas”en la bandeja con conos. Al poco rato la vuelvo a ver y solo tiene uno disponible.

¿Y las empanadas de Mejía que yo espero desesperadamente?—¿Estás segura de que pasan? —le digo a Karen.

Lo que sí llegan en cantidades abundantes son las empanadas fritas de la competencia, pero me resisto a comprar con la esperanza, cada vez más vaga, de probar las mejianas. Las hay de 15 sabores o más y una mejor presentada que la otra. Casi caigo en la tentación.

Es la tercera vez que pasa por nuestro costado el tipo de las sopaipillas voladoras. Deben tener por lo menos unos 30 cm (como mi frisbee) y las balancea en unas enormes bolsas en cada brazo. Recuerdo de chico que esas se vendían en Catarindo, pero con miel, porque las que ofrecen aquí son con azúcar.

—¡Chuuuuuuurros! Otra vez.

¡Qué manera de vender estos! Debe ser el producto estrella, porque han pasado tantos vendedores que incluso sobrepasan el ratio de los picarones, que parecen ya un chancay de a cinco, si los comparamos.

¿Cómo hace la joven de las cremoladas para ofrecerlas en tanto calor y que no se le derritan?¿O es que en la primera pasada las ofrece como cremoladas y, una vez derretidas, ya como refrescante jugo heladito?

Ya empiezan a salir las chuletas de mi derecha y, aunque mi evidente envidia no me deja ser imparcial, mis papilas gustativas vencen. Y en vez de estar mirando la orilla, o alguna chica guapa en bikini, que tristemente no encontré, soy testigo de cómo el primer trozo sobresale del plato descartable sobre el que es puesto.

El ganador del primer servicio fue el mismo que hace solo media hora ya estaba por caerse borracho del banquito incómodo. Ahora lo veo coger la papa sancochada y la carne a dos manos, con un equilibrio digno de malabarista circense.

Esperaba, sinceramente, ver cómo se le caía algo para poder avisarles a mis hijas y reírnos, pero infructuoso fue mi intento porque nunca sucedió.

Lo ingrato para mí fue que le alcanzaron un segundo bacín (entiéndase por el tamaño), con similar presa, abundante guarnición de variados tubérculos y “cremas” -como se dice ahora- de todos los colores. Repitió feliz y yo solo atiné a limpiarme la baba, que incontrolablemente bajaba por mi quijada.

—¿Te quedaste sin batería, caserito?—¡No, gracias! —le respondí al atento chico que me miraba cuestionando mi cara de extraño. En realidad, no tenía duda de la carga de la batería de mi celular, que estaba sobrada. Lo que sí me generaba duda era su habilidad para ofrecer un cargador en la arena y aseverar que estaba con 100 % de potencia para no morir con el tuyo.

No me quedó otra que sonreír una vez más y comprobar in situ lo que Richard Webb describe: si no fuera por la astucia del peruano para ingeniárselas y comerciar cualquier cosa, Sendero Luminoso habría triunfado. Sucede así porque el recurseo hace que la presión social baje y el reclamo (¿o revolución?) se desinfle.

En el toldo derecho norte, los más buenmozos cuarentones del entorno no han dejado de doblar el codo con la exhibición de cerveza Budweiser entre sus manos, dejándonos opacados a los demás, que tomamos Pilsen. Conversan y tienen poses de congresistas, y el agua de cebada pasa por sus gargantas frenéticamente, como si esa tarde fuera la última de sus días.¡Ellos sí que saben! —le digo a Karen, señalándolos.

Mano a la cintura de ella y pellizcón a él, porque se resiste a posar para el selfie con el barco petrolero detrás. No reparé en que, para nosotros, ver tremenda mole flotando es parte de nuestro paisaje marino, y recién entendí por qué varios se hacían fotos en la orilla de espaldas al buque ese. Realmente, la foto debe salir impresionante.

—¿Otra chelita? —nos dice nuestro atento anfitrión. Vergonzosamente le agradezco mientras, con mi pierna, oculto la que nos dejó hace como dos horas y que aún no está ni por la mitad y como a 70 grados de calor!.Realmente estamos fuera del promedio.

Debo ser el tipo más aburrido de Albatros Beach.


3 respuestas a “Crónica de un bañista fuera de lugar: un día de playa.”

  1. Avatar de Renzo Salinas
    Renzo Salinas

    Genial Jorge, enganchado desde el inicio. Ya estoy esperando el siguiente relato. Saludos amigo.

    Le gusta a 1 persona

  2. Avatar de DANNY

    excelente despedida de la playa elegiste un buen lugar, solo te digo si esto lo hubieras hecho cada fin de semana hubieses deleitado tu mirada a 360 grados, es una maravilla pasar una tarde en pleno verano protegido del sol y deleitar lo que ofrece nuestros aliados en ventas refrescantes, como otros, buen relato me encanta seguirte hoy pude leer en el tiempo real sali temprano a oficina lo primero que ingeso fue tu relato. un abrazo amigo y gracias por seguir compartiendo tus relatos hechos reales de la vida experiencias inolvidables.

    Le gusta a 1 persona

  3. Estuve ahí con ustedes, que refrescante relato, querido Jorge. Sigue así y no dejes de tomar nota cada vez que puedas. Cariños desde Pucallpa!

    Me gusta

Deja un comentario