Puedes leer la parte 1 en https://novuz.blog/2025/01/28/eder-historia-de-un-sueno-parte-1/
Circulando nuevamente hacia la historia de su juventud, Eder trabajaba en lo que podía, pero se daba cuenta de que lo que ganaba no le permitiría salir de esa situación. Fue entonces cuando empezó a germinar en él la idea de hacer algo diferente para dar el salto hacia la prosperidad.
Paseando por la ciudad, Eder me enseñó la casa donde Sandra, su mamá, trabajó durante varios años. Desde la vereda me contó:
—Por esa puerta yo entraba en la moto a la casa, la dejaba escondida ahí adentro y me sentaba a almorzar después de que los dueños ya habían regresado al trabajo-.
Sucede que Sandra preparaba una porción adicional diaria de almuerzo y se la reservaba para su hijo, que puntualmente siempre llegaba a esa hora. Emocionante escucharlo mientras veíamos la casa real.
Por esa época, Gleison, su primo, ya había podido viajar a EE.UU. en busca de trabajo. Cuando hablaban por teléfono, le contaba cuánto dinero ganaba por semana. Eder comparaba lo que obtenía en Pitangui por mes de sueldo y la diferencia era abismal. Eso despertó en él una mayor curiosidad. En esos meses, varios amigos del pueblo ya habían viajado al país del norte tras un futuro diferente.
El plan era claro: viajar a EE.UU., trabajar duro, juntar dinero, cancelar todas las cuentas de Pitangui y ahorrar al menos 15,000 dólares para poder comprar Delicia, la panadería para la que su padre y él trabajaron vendiendo pan.
Entonces prendió el plan de viaje. Juntó todo el dinero que pudo. Financiado con 400 dólares en efectivo para la bolsa de viaje, el 5 de agosto de 2003, con 26 años, partió.
Voló hacia su sueño.
Era la primera vez que usaba un avión. Imaginémonos, entonces, el natural susto por ser el primer viaje largo fuera de su entorno conocido de Pitangui, lejos de su Brasil: llegar a México, cruzar la frontera con coyotes, pisar EE.UU., buscar trabajo sin saber nada de inglés y empezar su nuevo sueño. ¡Tremendo reto!
Pero las cosas salieron diferentes. Lo que estaba programado para que fuera un viaje de 10 días hasta llegar al destino, se convirtió en 29. Le robaron los zapatos y se le cayeron todas las uñas de los pies. Desde Tijuana, y durante varios días y oportunidades frustradas, no podían cruzar la frontera. Cuando lo hicieron, se quedaron escondidos en un cuarto en San Diego. No sabía exactamente dónde estaba, y quizá lo peor fue que su familia no tenía noticias de él porque no hubo comunicación alguna. Podría haber pasado cualquier cosa grave, y es lo que todos en Pitangui se imaginaban, especialmente Sandra, su mamá.
Eder caminó con el grupo por el desierto. Los asaltaron en la travesía y le quitaron los 400 dólares de su bolsa de viaje.
Ya en San Diego, con solo una mochila al hombro, una de esas mañanas lo sacaron de la habitación donde lo escondían, le entregaron el pasaporte y un boleto aéreo a Massachusetts. En una camioneta lo dejaron en el ingreso del aeropuerto, no en la puerta de embarque, sino en la puerta del mismo aeropuerto. Entró, buscó con señas la línea aérea y, como no hablaba inglés, la gente que quería ayudarlo no le entendía. Hizo el vuelo y, al llegar, no tenía dinero ni siquiera para llamar a Gleison, su primo y contacto, quien lo había estado esperando hacía más de 25 días.
Entonces, y felizmente, escuchó hablar portugués a algunas personas y les pidió si le podían facilitar el celular para llamar a Gleison. Ya en contacto, quedaron en el punto de encuentro:
—Avísales a mi casa que ya estoy en EE.UU. y que estoy vivo.
Esos paisanos portugueses también le ofrecieron acercarlo al punto de encuentro con Gleison. Así sucedió, y por fin pudieron abrazarse de felicidad en ese emotivo encuentro.
Estuvo de jueves a domingo en New Jersey y, en la iglesia dominical, anunciaron que había una posibilidad de trabajo lijando pisos y escaleras de madera, pero en Washington.
—¿Alguien se apunta? —preguntaron.
—¡Yo! —dijo Eder sin pensarlo.
No había hecho carpintería nunca, pero el ímpetu de salir adelante no le dejó otra opción y tomó la oportunidad.
Viajó entonces con quien sería su primer jefe. Como es usual, el pago de la semana de trabajo se realiza el sábado, al terminar la labor, pero Eder no tenía dinero para alquilar una habitación. Le pidió prestado al jefe, pero este se lo negó, por lo que tuvo que dormir los primeros cinco días dentro de la camioneta, junto a los utensilios y herramientas de trabajo. Este vehículo se estacionaba en un parking de McDonald’s, así que los arcos dorados de esta emblemática marca fueron uno de sus primeros recuerdos.
Pasaron los meses y las cosas fueron regulándose.
Describo aquí algunas anécdotas que se me quedaron fuertemente grabadas y que no quiero dejar de destacar, sin ningún orden cronológico.
La primera sucedió cuando tuvo que pasar su primera Navidad lijando una escalera. Su prioridad no era festejar las fiestas; era terminar, hacerlo bien para que lo siguieran contratando y así cobrar para ahorrar. Eder me cuenta que se acercaban las 12 y escuchaba a lo lejos el ajetreo y bullicio por la proximidad de la celebración, mientras él, sobre la escalera, seguía en su labor. Algunas lágrimas de nostalgia lograban humedecer los peldaños de madera de esa escalera. Imaginémonos entonces la cantidad de pensamientos, recuerdos y sueños que le pasaban por la cabeza a Eder esa noche. Solo, muy lejos de la familia, a pocos meses de haber llegado, con el corazón herido de pena, pero con la voluntad de acero. “Solo el mar bravo forja marinos fuertes”, reza el dicho, y eso fue justamente lo que estaba sucediendo ese 24 de diciembre de 2003. Eder no estaba solo; Pluto, el dios de la riqueza, lo acompañaba esa Nochebuena. ¡No tengo la menor duda!
Otra anécdota: ya había podido comprarse algunas herramientas y dejaba de trabajar como empleado, procurando tener labores independientes. Se acercaba a las obras, hablaba con los capataces y les pedía que le entregaran alguna contrata específica. Insistía e insistía tanto que, finalmente, logró su objetivo. Se trataba de pulir una grada de madera y, para ello, Eder tenía un tiempo determinado. A regañadientes, el capataz le entregó el vale con la dirección donde debía ejecutarla. Tomó la autorización, se dirigió rápidamente a cumplir su propósito y, después de un gran esfuerzo, pudo terminar. Regresó a la oficina con el vale sellado, indicando la conformidad del trabajo concluido. Cuando ingresó para entregar el vale, el capataz lo vio y le reclamó airadamente:
—¿Ves? Me has insistido tanto para que te dé la obra, y una vez que lo obtienes, ni siquiera has empezado y sigues parado aquí.
Eder, medio asustado y con su aún limitado inglés, respondió que no venía a disculparse por incumplir, sino que lo hacía para entregar el vale. El jefe insistió en que, en tan pocas horas, no podría haber terminado el encargo, y aseguró que estaría mal hecho. Entonces le pidió que esperara ahí mientras revisaba el trabajo. Al rato regresó y, tras comprobar la calidad de su obra, se acercó a Eder y, sin decirle más, le programó varios vales adicionales para más gradas que pulir.
¿Suerte o consecuencia?
A los ocho meses ya pudo ser su propio jefe. Compró unas herramientas (que al poco tiempo le robaron y tuvo que reponer) y comenzó a trabajar para sí mismo. Incluso logró comprar una pequeña camioneta de trabajo.
Entonces, ya independizado, intentaba conseguir servicios de colocación de zócalos con Andrew, un gringo que lo trataba mal. Eder se levantaba de madrugada, aún oscuro, y se acercaba a la obra de Andrew para ofrecerle su servicio. Andrew no le respondía y, a veces, hasta lo echaba. Pero Eder no dejó de insistir. En su cuarto intento, una madrugada, vio que Andrew se enfurecía telefónicamente porque uno de sus contratados había fallado, dejando el trabajo inconcluso. Era la ocasión perfecta. La alineación de astros. Andrew le hizo señas enérgicas, le hizo preguntas sobre materiales que Eder contestó sin reparos (aunque no los tenía) y obtuvo el servicio. Desde ahí no paró de ser contratado por este renegón.
—¿Por qué hiciste una casa tan grande para tu mamá aquí en Pitangui? —le pregunté después del almuerzo.
—Cuando era niño, en Pitangui, siempre veía las casas de la gente que tenía dinero y que estaban en la parte alta de la ciudad. Esas casas eran mi sueño. Esas casas eran grandes.
Los sueños de Eder son grandes.
A solo 45 días de haber llegado a EE.UU., pudo enviar su primer dinero a Pitangui. Cuando salió de su pueblo, había aceptado cheques que no pudo pagar, lo que los dejó impagos y sellados por falta de fondos. Con el dinero que empezó a enviar, pudo pagar cada uno de ellos. Increíblemente, Sandra, su madre, guardó esos cheques como un verdadero tesoro. Me los mostró orgullosa e incluso me regaló uno.
—En total fueron 272 cheques cancelados. Incluso, me atrevería a decir que pagué algunos de deudas ya saldadas. Yo avisaba a los amigos para que pasen la voz y que vengan a cobrar. La gente llegaba a mi casa con los cheques aceptados por Eder, y yo les entregaba el dinero en efectivo —me cuenta, visiblemente emocionada.
Los primeros meses en territorio americano se redujeron a trabajar duro, pagar la habitación que rentaba para vivir y comer. El resto era para enviar a Brasil y pagar cheques. Ahora intento entender cómo, poco a poco, la rueda empezó a girar.
Pasaron los meses y Eder siguió enviando dinero a Pitangui. Logró comprar Delicias Del Forno, la panadería que siempre quiso, y en los siguientes años adquirió cuatro más. Había nacido el rey del pan.
Recordemos además que también compró la casa austera que le sirvió de hogar cuando era niño.
—¿Para qué la conservas? —le pregunté.
—Es un símbolo de mi historia de vida.
Está grabado en la memoria, añado yo.
En todos estos años ha corrido mucha agua en la increíble vida de Eder, pero hay que rescatar de esta historia su capacidad para soñar, la determinación para alcanzar sus objetivos, y el tesón y sudor dejados en el camino.
Aprovechando que Eder estuvo en enero de 2024 en Mollendo visitando a la familia, pudimos reunirnos algunos amigos para escuchar su historia de vida. Tuvimos la suerte, al final de esa conversación, de entregarle un pequeño presente: La Gota, como reconocimiento a su titánico esfuerzo y a la consecuencia, que Eder puede poner como prueba de realización.
Es cierto que las oportunidades son diametralmente opuestas entre nuestros países latinoamericanos y los EE.UU. Eso es triste, pero cierto. Justamente esas oportunidades son las que, como en la historia de Eder, encienden la chispa de lo posible. Felizmente, para este hijo de Pitangui, explotaron.
Queda, entonces, una linda enseñanza y un ejemplo excepcional de que soñar es peligroso porque, con esfuerzo, el sueño puede convertirse en realidad. ¡Hagamos de nuestros sueños ese mismo detonador que nos permita alcanzar lo que nuestra mente se imagina!
¡A volar!













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