Relatado el 11 enero 2025
Como todos los años, a partir de mediados de diciembre, la mirada a la calle desde el balcón donde trabajo cambia radicalmente y se convierte en un palco VIP, en un evento digno de National Geographic. Lo primero que llega son las fiestas navideñas y el natural correteo se incrementa, se convierte en una jungla urbana. Después de eso, se aproxima Año Nuevo y, especialmente los fines de semana, el movimiento de autos, gente, negocios, ambulantes y sonidos sube exponencialmente. Parece que se activó el “modo fiesta” en general. Desde el 3 de enero, una nueva ola se siente debido al aniversario de Mollendo, el 6 de enero.
Suelo comer mi fruta de media mañana desde este balcón de mi oficina que da a la calle Arequipa, y lo hago porque aprovecho ese tiempo para distraerme un rato. Este año fue especial porque me detuve, a propósito, mismo Sherlock Holmes, para ver el detalle de ese movimiento. De ahí nace este relato.
Los calzones amarillos me preocuparon sobremanera este fin de 2024. Era 30, y por la proximidad de la fecha no dejaba de fisgonear detrás de la tapa de madera de mi ventana hacia la calle Arequipa. Cada cierto rato asomaba la cabeza para comprobar el inicio de las actividades, pero, a su vez, se ahuyentaba mi esperanza. Sí, era 30 por la mañana. Faltaban solo dos días para el nuevo año y no había exhibición de los deseados calzones. Apocaliptico!. ¿Cuándo empezarán a venderlos? Ya no habrá tiempo para ofrecerlos.
No es tampoco que mi desesperación haya llegado al extremo de tener que saltar desde el segundo piso, porque yo soy de los que usan esos boxers «matapasiones» (como una vez me dijo una vendedora burlona. Pobre su esposa, recalcó), y quizá cambiar al «sapito apretado» de tres soles y color amarillo para el cierre de año me vendría bien. Un nuevo Jorge en el 2025.
En realidad, más que curiosidad, es la duda que tengo sobre si se dará la campaña de amarillos alrededor del Mercado San José.
Llega el 31, temprano por la mañana, y… bingo!, el alma me vuelve al cuerpo porque veo que ya empiezan a llegar los ambulantes con calzones y calzoncillos amarillos. Para mí, ya están bastante atrasados porque, en un solo día, tendrán que hacer la cuota anual. ¿Cómo una promoción de amarillos puede durar solo 24 horas? ¿Y qué harán con todo lo que les sobre mañana, primero de mes? Años atrás, esta iniciativa de fin de año ya se veía desde los últimos días de diciembre, dando pie a que los compradores planificaran sus rituales vistiendo amarillo de la suerte, como es debido para el 31 por la noche.
¿Creen que se vería bien que trotemos con calzoncillos amarillos encima de los shorts en nuestro «trail running» de despedida anual? Les pregunto en el chat a mis compañeros de «running». Nadie me hace caso. Parece que la costumbre se está perdiendo.
Pasó Año Nuevo y mi fruta me vuelve a llevar al balcón. Ahora reconozco a un joven del verano pasado, a quien veía en una posición similar, ofreciendo en perchas polos veraniegos colgados desde el poste de la esquina frente a mí. Tiene una habilidad única para ponerlos y sacarlos ante un eventual comprador. De todos los colores y en una cantidad aproximada de una docena. Ahora ha llegado con algunos polos y vestidos colgados en el poste y con una mesa metálica que abarrota de cientos de anillos metálicos que saca de una bolsa inmensa y roció sobre el exhibidor. Debe haber por lo menos unos quinientos: «Anillos a solo 3 soles, directo de Shangai, de acero quirúrgico; contra la maldad, la envidia, la lujuria!», repite una grabación chillona. Me quedo viendo porque, en su afán de esparcirlos sobre la mesa, se le han caído algunos al suelo y no se ha dado cuenta. El hornero de la pollería de la esquina sale curioso a preguntarle. Intercambian algunas palabras, pero no se cierra el trato. Quizá esperaba un combo de papas fritas.
La señora del costado de mi observado está vendiendo vestidos largos sobre un perchero metálico de ruedas que le sirve de práctico exhibidor. Varias chicas se acercan. Una de ellas incluso se los prueba. Lamentablemente, no cierra la venta.
El señor que ofrece música en USB de todos los géneros los acompaña al costado. Él, con su sonoro parlante, ofrece y hace escuchar a los transeúntes la «música bailable verano 2026». ¡Cómo, ¿no estamos recién en 2025?! Suena tan fuerte su música que mis caderas entran en conflicto, mientras trabajo, y no saben si moverse sentadas al ritmo del Grupo 5 que escucho por el oído derecho o de «Survivor» que está sonando en mi flamante parlante que tengo a la izquierda. No me queda otra que cerrar la ventana. Ya protegido de las ondas sonoras, veo que el musical USB tiene, a su vez, una botella grande de Pilsen heladita, medio escondida al costado de su exuberante parlante con luces. Le ofrece un vaso de confraternidad al joven joyero, pero no acepta. ¡Al trabajo se le respeta!
Más tarde, acompañado de mi fruta vespertina de las cinco, veo un sutil y estratégico movimiento de mis observados: están trasladándose hacia la esquina de la calle Deán Valdivia, lo que no tiene lógica. El tránsito peatonal es mayoritario por la calle Arequipa. ¿Por qué moverse? Unos ayudan a otros, como signo de fraternidad comercial, y en pocos segundos la vereda está limpia. Sigilosamente, aparece desde la puerta principal del mercado un inspector municipal de chaleco azul, cual Terminator, que ahuyenta a los mercachifles, y estos reaccionan con una retirada parcial. En realidad, no hubo ninguna señal sonora de este peligro legal, sino que intuyo que con silbidos o señas ellos se comunican del inminente riesgo.
Ahora estoy apoyado de codos sobre el balcón de duro cemento y observo la escena esperando el letal desenlace. ¿Es Francisco Bolognesi que resucitó? ¿Grau que regresó de la gloria? No, es el inspector achalecado que camina orondo por la pista con el rictus de Rommel sobre el desierto. Me mato de risa porque veo cómo ese inspector resalta su poder y camina erguido, conversando a la par y frescamente con un amigo, emanando autoridad a su paso. Los ambulantes evidentemente conocen el juego diplomático y por eso han retrocedido y se han escondido. Han dado un paso atrás, pero no han perdido la batalla.
Pienso entonces en lo pesado y difícil que debe ser trabajar como ambulante: muchas horas con el sol encima, incómodos con sus perchas y mesas a la espalda, rehuyendo a la autoridad de control, ofreciendo la mercadería con una mano y agarrando el táper del almuerzo a la vez. ¿Dónde dormirán los que vienen de Arequipa? ¿Cuánto ganarán por día? Son preguntas que me hacen rascar la cabeza y cuya curiosidad no puedo controlar.
A mi derecha veo que llega una nueva canasta a la señora Rosa, quien vende pan durante todo el año. Calculo que debe colocar por lo menos tres canastones durante la tarde de verano. A su costado, los lentes de sol desde cinco soles. ¡¡5 soles! ¿Son buenos? —Con curiosidad le pregunto.
—Claro, tienen UV que te protege del solcito —me responde.
La señora que vende los alfajores Vildoso de La Curva también revienta en ventas. Aunque frente a mi balcón hay dos puestos de taaaaaaaaaallarines dulces, ambos tienen mercado suficiente. Por las mañanas, exactamente debajo de mi balcón, está el señor Suclla, archiconocido en la ciudad por las papas rellenas que vende, y calculo que durante el verano son más de trescientas diarias. Alguna vez, Rufina, su mujer (“La Mujer Pantera”, como la llamaban en mi casa), y a quien conozco desde niño, me contó que en invierno colocaba más de 150 diarias.
Si no tuviéramos tantos ambulantes, el descontento social sería irreparable, como lo dice Richard Webb. Ellos hacen que la presión del reclamo, la desastrosa gestión política, los menores ingresos y la falta de oportunidades laborales sean menores. Webb sostiene que, si no los hubieran dejado existir hace décadas, la explosión social ya hubiera estallado y seríamos otra Cuba. Arguye que la venta ambulatoria y el “recurseo” es un paliativo ante el descontento. Sobre eso, y considerando que nuestra economía es 80% informal (lo que de por sí ya es una locura), imaginémonos si llegara a ocurrir una explosión social.
Mi visión, como la de un dron, desde arriba de los alrededores del mercado San José, desde este balcón fisgón, me hace recordar una vez más que nuestra sociedad es bulliciosa pero peculiarmente sostenible, y, en el fondo, eso me alegra.
Hace muchos años le preguntaba curiosamente a un alemán:
—No entiendo cómo te puede gustar el desorden de nuestro país si tú vienes de un lugar encasillado y donde todo funciona como un Rolex.
—Lo que pasa es que estar aquí es como vivir dentro de “Indiana Jones”.
Y añado lo que decía un coach colombiano: “En Latinoamérica necesitamos caos para sentirnos vivos”.
Y yo, desde mi balcón, estoy totalmente de acuerdo.

Mis tías Gabriela y Alicia, las que junto con mi abuela Alicia, miraban pasar la versión particular de «su» mundo desde este mismo balcón. Foto publicada en Somos de El Comercio en marzo 2001.




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