El Impacto del Ejercicio en Momentos Especiales
Algunas veces, cuando estamos de viaje, Anne me dice: “¿Si estás de vacaciones, por qué corres?”. «Porque me gusta, y porque con más tiempo libre el trote se disfruta diferente», le respondo. “Pero las vacaciones son para descansar, no para hacer ejercicios”, replica.
Siempre hago deporte en fechas especiales: troté el día anterior y el posterior que nacieron Andrea y Gabriela, con la esperanza de durarles en salud; siempre en mi cumpleaños; el último y el primer día del año; el día que cremamos a mi papá, me fui a trotar más temprano de lo normal por las chacras para pensar; el día del matrimonio de Marian, nos metimos con Ale a nadar al muelle para templar el cuerpo antes de la ceremonia; el día que me convertí en abuelo me tocaba gym y, por la buena noticia leída en el WhatsApp madrugador, salí como ardilla hacia la pista del estadio. “¡Ya soy abuelo!”, le dije a Lulo al cruzármelo.
Aquí les dejo relatos desordenados y sin cronológia de algunas anécdotas deportivas que he vivido en estos 35 años haciendo deporte de forma regular.
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Leí en un libro de atletismo que los huesos humanos se logran reconstituir al 100% cada siete años. En pocas palabras, nuestros nuevos huesos tienen toda la carga del ejercicio previo, resultando en una mejor versión. Entonces, yo debo haber renovado positivamente mis huesos casi cinco veces. Espero que el libro tenga razón, porque, si es así, mi esperanza es no romperme las piernas de viejo.
Empecé con la bicicleta los fines de semana en la época de la universidad, allá por el 84-85, y también con algunos trotes cortos y esporádicos.
Una tarde del verano del 94, cuando había regresado a vivir a Mollendo después de hacerlo en Arequipa desde 1983, vi trotar a Beto y Rafo por La Aviación sobre las líneas del tren que en esa época existían. Esa noche les pregunté hasta dónde lo habían hecho y me quedé sorprendido porque me contaron que llegaban hasta el fin de la pista de aviación del aeródromo. Fue también en octubre de ese año que Beto, muy emocionado, me dijo que esa tarde se había venido desde Arizona hasta el Malecón. ¡No puede ser!
Durante muchos años, mis sesiones de 3-4 veces semanales fueron aproximadamente de 5-6 km, desde Alfonso Ugarte, donde vivo, hasta lo que ahora es el óvalo de La Aviación. Ya como en el 2012, algunas de esas veces me había cruzado con Víctor Aliaga, el profe, quien, sin conocernos, me preguntó por qué no me medía con reloj, pues me había visto varias veces. Me animó a medir mis tiempos porque hasta ese momento no lo hacía. Gracias al profe, comencé con la medición y, desde entonces, no he podido dejarla.
Cuando viajo, lo primero que guardo en la maleta son mis zapatillas y ropa de deporte. Priorizo eso y mi reloj Garmin antes incluso que mi ropa interior, porque estoy seguro de que con los primeros mi cuerpo goza y le hacen más bien que con los segundos. Tengo una cábala con las ciudades nuevas que estoy por conocer: me levanto temprano y salgo con la idea previa de que Google Maps me orientará sobre zonas cercanas para el running. Generalmente busco como referentes parques o puntos históricos que me gusta rodear. Confieso que en esta práctica muchas veces me pierdo, pero admito también que tengo buen sentido de orientación porque, saliendo del hotel, busco un edificio alto como referencia para ubicarlo al regreso. Siempre me ha funcionado.
Sobre lo anterior, algo anecdótico me pasó en Venecia cumpliendo mi ritual mañanero. Salí del hotel, grabé como referencia geográfica el campanario de la Plaza de San Marcos, que se veía desde cualquier sitio, y empecé. En los primeros minutos no hubo problemas, pero entre las estrechas callecitas, cientos de puentes y callejones que terminaban en el agua sin vereda, iba y venía, adelantaba y retrocedía. Todo sin dejar de trotar, levantando la cabeza o preguntando: “San Marcos Square, please” a los atentos caminantes. Sí, me “acercaba”, pero me acordé de cuando de niño veía la tómbola de cuyes, en donde estos pequeños corrían mareados buscando la puertita para esconderse. Ese cuy era yo.
Por fin llegué a la deseada plaza e intenté rodear el centro, saliendo hacia el canal principal y siguiendo el curso de la vereda/orilla. A los pocos minutos me di cuenta de que el campanario estaba ahora a mi izquierda, aparentemente cerca. Craso error, porque, aunque estaba cerca, el serpentín circular de calles me desorientaba. De chiripa, en mi pérdida encontré el otro canal amplio y, al intuir que estaba perpendicular (por así decirlo, porque en Venecia no hay calles rectas), llegué a mi hotel, coincidentemente cuando la bruma había bajado tanto que parecía una perfecta escena de suspenso de Hitchcock. Lo bueno fue que el cuy era el protagonista.
El 1 de enero de 1991 salí temprano para supuestamente botar el alcohol de la noche anterior y, con zapatillas en pie, logré trotar desde el Malecón hasta la parte de arriba del Castillo Forga. Regresé caminando porque no jalaba más.
Ya hacía como unos cinco kilómetros cada vez que salía, y uno de esos sábados me tocó un fondo de 8 km. Todavía estirando en la primera playa me encontré con Leonardo Dávila, a quien le conté sobre mi primera carrera larga de ese día. “A mí me toca ir hasta Mejía, acompáñame”, me dijo. “¿Estás loco?”. “Mira, vamos juntos, a tu ritmo, y si no jalas, paramos y nos subimos a una combi de regreso”. Así fue. Sin pensarlo, partimos.
Pasamos Arizona y lo que ahora es Costa Palmeras. Cuando ya veíamos Sombrero Chico y se agotaba mi físico, Leonardo no decía nada y no paraba de conversar. “Tú puedes”. Estaríamos por los 9 kilómetros. Mejía ya se veía “cerca”, pero aún faltaban como 4 km y le dije que paráramos porque ya estaba muy cansado. Insistió en “un poco más” y, sin darme cuenta, ya estaba viendo la Municipalidad. Después me arengó, cual arremetida de batalla final, a que aumentara el ritmo para terminar. Llegué exhausto a Mejía, pero con el corazón emocionado. Esa fue la vez que había corrido la mayor distancia en mi vida, y Leonardo fue mi padrino de facto.
Después de ese Mejía hice la Enersur 10k de Ilo y, meses más tarde, los 21k del Alto de la Alianza en Tacna, batiendo mi récord de distancia larga. Recuerdo que la ruta era hasta el lugar de la conocida batalla, en la parte alta de Tacna, en pleno desierto. Tuvimos que llegar hasta arriba, rodear el monumento y regresar. Con un sol terrible, pensaba yo cómo nuestros combatientes de la Guerra del 79 pudieron luchar ahí con ese insoportable calor. Yo solo corría. A ellos los corretearon.
De ahí me inscribí en la Lima RPP 21k, que ahora ya no existe, pero que en esa época era la carrera más importante del país. La mayoría de ese recorrido la hicimos por El Zanjón, que me hizo sentir como un león enjaulado entre un foso de cemento larguísimo. El calor era insoportable y, quizá porque no tolero bien ese clima, es que se me ha quedado la costumbre, hasta ahora, de salir muy temprano sin sol.
Ya estaba entrenando fondos más largos que llegaban a 20-25 km los fines de semana, y el profe Aliaga propuso al grupo una larga: venir desde Chucarapi hasta la primera playa, que eran exactamente 42 km, la distancia oficial de la maratón. Cuando acordamos la fecha, nos pusimos a entrenar algo más fuerte y quedamos en que unos intentaríamos hacer la maratón completa y otros los kilómetros que pudiesen o a intervalos, subiéndose y bajándose del camión auxiliar que nos ayudaría por detrás.
Nos apuntamos unas 20 personas para el sábado próximo. Colchonetas, cartones para el frío y partimos de madrugada en la tolva del camioncito de Credishop hasta un par de kilómetros después de Chucarapi. El profe Aliaga, como director de la prueba, hizo el plan de los grupos y, cerca de las 7 de la mañana, empezamos este primer sueño maratónico.
Entre registros y cánticos, como bravos vikingos arrojándose al mar, llegamos a Cocachacra. Algunos hicieron el primer relevo y, en postas, los nuevos continuaban. Si mal no recuerdo, teníamos un megáfono con música, así que también nos sentíamos un poco como Sylvester Stallone en Rocky. Yo era uno de los que pretendía los 42, así que guardaba aliento para más adelante.
Pasamos El Arenal, La Curva, donde nos aplaudieron desde un balcón, y ya completados los primeros 17 km sentíamos cómo el sol empezaba a calentar la espalda. El camión pasaba con líquidos, pasas, chocolates, plátanos y naranjas. Alguna bicicleta nos acompañó algunos cientos de metros a la altura de las Lagunas, y llegamos a Mejía. Ya estábamos por el kilómetro 30, y mis piernas empezaron a reclamar. Me dio un tirón en la pierna derecha en la subida de la comisaría de Mejía, y el profe me dijo que cambiara el ritmo.
Estaríamos ya a un par de kilómetros de Sombrero Grande, y fue la primera vez que pensé en abandonar. Ya no tenía fuerzas, y, para colmo, me había quedado sin agua. Rondaban mis demonios, diciéndome que me retirara, cuando vi acercarse en bici a Toño Salas, “El Che”, que venía en bici desde Mollendo hacia el encuentro del grupo. “Ya no jalo, no tengo agua”. “No pares, porque ya has recorrido mucho y te falta poco de verdad”, me dijo. “Te traigo agua” y se fue. Al rato llegó con una botella que bebí como un náufrago. Pero aún insistía en que pararía y pedí que llamara al camión para que me recogiera. “¡No pares!”.
Llegamos a Arizona, y me puse a caminar un rato. “Si quieres, camina, pero no abandones”, me gritaba Toño. Ya se veía La Aviación y los 39 kilómetros marcaba mi reloj. Estaba ya 4:25 horas trotando, y eso para mí ya era una locura. Más agua de Toño y llegamos a Las Rocas. No dejó de acompañarme los últimos kilómetros a mi costado, y cuando subíamos el Castillo, en el kilómetro 41, seguía alentándome, más entusiasmado que yo. “Ya vas a llegar, ya vas a llegar”. Entonces la meta y final feliz con el grupo. 4:45 horas y… ¿ahora quién me carga? Cuando terminó todo y nos recuperamos un poco, me costaba tanto embragar el pedal del cambio al manejar que casi me bajé del camioncito… pero había terminado.
En 2015, Andrea cumplió 15 años y le cambié su «fiesta de quinceañera» (un chiste, porque ella resultó más chuncha que yo) por acompañarme a Nueva York a hacer mi primera maratón completa fuera del país. Volamos los dos solos. Allá nos esperaba mi gran amigo Alberto Ochoa, quien ayudaría con la logística atlética el día de la carrera.
Nos alojamos cerca de Central Park, lo que me permitió que un par de mañanas saliera a soltar las piernas en preparación para el día central.
La noche anterior a la carrera, mi hija se fue a dormir a la casa de Alberto porque yo saldría de madrugada. La idea era que ellos se dirigieran a algún punto del circuito para verme pasar. Salí a oscuras del hotel y me dirigí al punto de encuentro en el centro, donde nos esperaban buses que nos llevarían hasta las cercanías del puente Verrazano, en Staten Island, lugar donde inicia la gran carrera. Éramos 52,000 personas y la logística era impresionante. Llegué al “corral” correspondiente, que viene a ser un cerco numérico desde donde, por orden de llamado, nos íbamos acercando al disparo inicial. Como hacía mucho frío por ser noviembre, ofrecían café, donas, fruta, y había muchísimos baños portátiles para usar. Me metí en uno como por media hora para “desaguar nervios”. ¡Súper cómodo!
Hicieron un llamado por los altoparlantes y, al escuchar mi número de corral, me paré para el inicio. Llegamos a la zona de partida, y disfruté mucho al leer inmensos letreros que indicaban que debíamos depositar en enormes canastones la ropa de abrigo que nos cubría, ya que con eso no podríamos trotar. Resulta que entidades de caridad recaudan ropa (ese año juntaron 7 toneladas), y es tradición que los corredores se desvistan literalmente con ese fin. Fue un momento emotivo que también disfruté, dejando el abrigo que Alberto había conseguido para mí.
Sonó el himno, dieron unas instrucciones, un grupo de rock metálico tocaba a nuestra izquierda, y viendo de frente el Verrazano, que cruzaríamos, noté que se acercaban dos helicópteros militares volando muy bajo, con banderas a los costados, marcando el inicio oficial. Lo que más me impactó de esa carrera fue la donación de ropa y la impresionante multitud que nos alentaba a lo largo del camino. Era un exceso de entusiasmo. Niños, adultos, mujeres… ofrecían vasos de agua, gaseosas, galletas, naranjas, servilletas gruesas de papel (créanme, es un placer recibir una hoja seca para limpiarse), letreros de «¡Go!», caramelos. Había personas disfrazadas, abrigadas, con anteojos enormes… Increíble de verdad lo que se recibe de todos.
Cerca del kilómetro 28 hay un pequeño puente que conecta con Manhattan, y en ese tramo está prohibido el público por la estrechez. Entonces, al pasar por ahí, todo se hacía silencio, pero apenas doblabas una esquina y entrabas a la Avenida N° 1 de Manhattan, sentías un grito ensordecedor de toda la gente que nuevamente te alentaba. Sin exagerar, lo escuché y me puse a llorar, cuidándome de no tropezar por la emoción. No solo tuve esa suerte, sino que Andrea y Alberto, moviéndose en el subte, pudieron verme en dos ocasiones.
Algo similar me pasó dos años después, en 2017, cuando con Rafo, Julio y Mauricio fuimos a hacer la Maratón de Chicago. Yo ya tenía dolencias en las plantas de los pies, así que no tenía mayores expectativas de mejorar mi tiempo, pero mis compañeros hicieron unos tiempazos. Estando en el kilómetro 35, vi unas enormes pantallas al frente, diseñadas para que los corredores pudieran leer mensajes enviados por amigos o familiares. Unos metros antes de las pantallas, un sensor detecta el código de barras de tu dorsal, lo envía al software, calcula tu ritmo, y unos segundos después ves tu nombre con el mensaje que te enviaron dias y que cargaron en la web oficial del organizador. Vi el de Marian, quien me mandó uno cortito pero precioso. Para mí, fue como verla, como si me hubiera gritado algo desde la vereda. Se me erizaron los vellos y tuve que coger un vaso de agua que un niño me ofreció, tirándomelo a la cabeza para bajar esa linda emoción y poder seguir trotando.
En agosto de 2018 viajamos por carretera con la familia hacia Maldonado y, durante la travesía, nos tocó dormir en Mazuco, un pequeño pueblo de menos de 1,500 habitantes en la ceja de selva. Después de descansar del manejo, me desperté muy temprano y salí a trotar por la Interoceánica, muy de moda en esas épocas por los escándalos de su construcción y las coimas a Toledo y Odebrecht. En Mazuco no tuve mayor elección de destino y salí hacia el norte por una vía amplísima, nueva, de poquísimo tráfico y rodeada de altísimos árboles que miraba admirado sin parar.
Estaría ya unos 40 minutos en el ejercicio y, regresando extasiado por el paisaje, tomé una larga recta ya en los últimos kilómetros. Por seguridad y para poder ver los vehículos que vienen, siempre troto al lado contrario del tráfico, lo que me permite orillarme cada vez que se acerca uno. De lejos, veía que se acercaba una moto rápidamente, y al salir hacia la berma izquierda de tierra por precaución, a los pocos segundos escuché un grito muy fuerte: «¡Jorgeeeeeee!». Era el eco de la voz del piloto que, al no poder detenerse por la velocidad que llevaba, no atinó más que a gritar. Por supuesto, me detuve de inmediato, extrañado por el grito. ¿Quién podría reconocerme trotando a las 6 de la mañana, en medio de la selva y en un lugar donde nunca había estado antes?
Mientras me reía por lo anecdótico de la situación, vi que la moto giraba hacia mi encuentro y, apenas llegó, el piloto se quitó el casco y nos saludamos. Era un policía de Mollendo que había sido destacado a un puesto cercano hace varios años, y esa era su área de trabajo. «Me extrañó ver a alguien trotando solito por esta zona, y cuando me crucé, te reconocí», me dijo. Ambos nos reímos mucho por lo ocurrido, intercambiamos noticias de Mollendo y su trabajo, y nos despedimos alegres por ese encuentro fortuito.
Regresando del viaje a Maldonado, dormimos en Puno, en la Isla Esteves, al pie del lago Titicaca. La primera noche, anterior a mi trote, el soroche arreciaba y me reí mucho cuando mis hijas chacoteras pidieron oxígeno, que el hotel gratuitamente brindaba para este mal de altura. Bien abrigado, salí como a las 6 hacia la carretera que bordea Puno. No había reparado en que justo ese día me tocaban 14 kilómetros de entrenamiento, así que fui predispuesto a hacer menos distancia por los 4,000 msnm de altitud. Admito que todo el tramo lo hice a un ritmo súper lento para regular mi respiración, chupando unos caramelitos que saqué de la recepción del hotel y que ayudaban a humedecer mi seca garganta.
Cuando reaccioné, ya tenía como 11 kilómetros en el reloj y solo me quedaban 3, por lo que reanimé mi «hazaña andina». Regresé por la parte baja del hotel y me dirigí hacia el este de la ciudad, en sentido contrario. A cada rato, ya muy cansado, miraba el reloj para verificar la distancia. Lo bonito fue que, pisando la tierra húmeda y el ichu con rocío de la madrugada (ese pasto silvestre y tosco de nuestra sierra), pude completar los 14 kilómetros, sintiéndome, como en la leyenda, un Manco Cápac emergiendo del Titicaca.
Hace muchos años leí una entrevista a Vargas Llosa, donde le preguntaron a qué ciudad siempre volvería, y él respondió que a Praga. Este fue motivo para incluirla en mi lista de lugares por conocer. En 2018 llegamos a Praga manejando desde Múnich con Maru, Kike y Karen. Cumpliendo la sagrada rutina del corredor, salí del hotel muy temprano y crucé el Puente de Carlos, un corto puente de piedra ennegrecida, ícono de la capital checa, cruzado como una tradición por miles de turistas.
Pasé al otro lado y me dirigí hacia el norte por la orilla del Moldava. Después de una media hora, regresé por el mismo sitio y me llamó la atención ver a dos o tres parejas asiáticas sobre el puente referido, tomándose fotos con trajes exóticos. Resulta que se ha convertido en una tradición para novios asiáticos tomarse fotos al amanecer, aprovechando la bruma fluvial, vestidos con atuendos antiguos y acompañados de un equipo de logística fotográfica.
El guía luego nos explicó que muchas agencias en Praga ofrecen este servicio, incluyendo alquiler de vestuario, maquillaje y fotografía. Me detuve a observar estas parejas y sus poses fotográficas. Lo curioso es que lo hacen al amanecer y, para mi gusto, las “novias” usaban exceso de maquillaje blanco en el rostro, lo que las hacía parecer las pálidas y chaposas muñecas de la Escuela Cusqueña.
En el plan carretero de una vuelta turística por el mar Egeo, en la costa turca, nos tocó llegar a Troya, la histórica y mítica ciudad. Como ya estaba programada la parada ahí, había planeado, desde varias semanas antes, hacer un trote para ver si con eso me convertía en el nuevo Aquiles del siglo XXI. Sin embargo, el plan cambió, y el operador nos informó que tendríamos que partir muy temprano al día siguiente, anulando así mi posibilidad de correr.
Después de visitar los lugares históricos durante el día, estuvimos como a las cinco de la tarde en el hotel para descansar. No quedó otra que ponerme las zapatillas y cumplir lo prometido a mis dioses internos. El hotel estaba pegado al mar, así que, con Óscar, salimos juntos tras la épica batalla deportiva. Ese día me tocaban 10 kilómetros, y estoy seguro de que los sentí muy breves, porque la emoción de poder correr en Troya era mayor que cualquier molestia, que felizmente nunca apareció.
Cuando ya estábamos terminando frente al hotel, vi en mi Garmin que me faltaba poco para completar los kilómetros prometidos. Ya por la orilla del mar de Mármara, que es el que está frente a Troya, mis pies se hundían en los guijarros, como si quisieran tragarse mis zapatillas. En ese momento, me imaginé que quizá Poseidón me lanzaría un maleficio. No me quedó otra que seguir, muy cansado, esperando que el reloj marcara la distancia.
Apenas terminé, me quité el polo y me metí al mar. Coincidentemente, el sol estaba en el ocaso, y le pedí a Karen que me tomara una foto parado de cabeza, con las piernas fuera del agua, contra el sol, cerrando así la tarea ofrecida al Olimpo.
En Calafell, la ciudad donde vive Marian, me encontré un domingo corriendo por la colina cercana que rodea el pequeño pueblo. Una de poco altitud pero muy pintoresca y ahí fui «presa» de algunos cazadores que disparaban contra conejos, siervos y jabalíes de la zona justo por los senderos en que yo estaba trotando. Me dio mucho miedo el hacerlo, pero aparentemente para los cazadores era normal convivir entre cazados y trotadores como yo. o ciclistas, como otros que también hacían mi ruta. Puedes encontrar la historia completa en HTTP://novuz.blog/2024/12/23/trotador-casado-si-cazado/
Suelo nadar frente al mar de mi casa cuando el mar está calmado. Hace tiempo uso traje térmico para aguantar el frío y, por seguridad, siempre llevo una boya atada a la cintura y un gorro amarillo chillón para ser identificable por alguna eventual o distraída embarcación que pudiera cruzarse en mi camino. Como generalmente salgo solo a nadar, lo hago en una ruta visible desde mi casa. “Así puedes ver mi cadáver flotando y cobrar el seguro de vida”, le digo bromeando a Karen. Llego hasta El Toro, esa roca grande frente al muelle, giro y regreso para llegar hasta la grúa tirada en el muelle. De ahí voy a la roca frente a mi casa y repito el trayecto una y otra vez.
Lo bueno de nadar en el mar, a diferencia de una piscina, es que la naturaleza marina siempre es refrescante y saludable. Lo malo es el miedo a encontrarte cara a cara con un lobo curioso al dar una brazada.
En el verano de 2019 anunciaron una travesía de nado desde el muelle hasta Catarindo, un recorrido de 3.1 km, y, de verdad, no sé cómo, pero me inscribí. Ese domingo, temprano, nos reunimos los participantes en las inmediaciones del muelle. Me di cuenta de que todos usaban traje térmico (en esa época yo no lo hacía y nadaba como auténtico mollendino de pelo en pecho). Pregunté a uno de los organizadores si podía participar con mi ropa de baño, y, aunque me miró raro, me dijo que no había problema.
Curioso, me acerqué a Fernando Cánepa, una leyenda de la natación, quien también participaba, a pesar de estar en sus setenta. “¿Dónde puedo comprarme uno de esos trajes para nadar?”, le pregunté. Muy gentil, me dio varios datos de lugares en Lima y en la web para hacerlo, además de darme ánimos para mi primer fondo de nado. “Conozco a Pancho, el doctor. ¿Eres pariente?”, añadió.
Llegó el momento del inicio. En esos días, usaba una ropa de baño blanca con rayas verticales celestes que me gustaba, aunque parecía un calzoncillo tipo bóxer de los que uso a diario. Fue inevitable sentir las miradas inquisidoras de algunos participantes súper equipados, que me veían como un bicho raro. Me tiré al agua, sonó el pito, y empezamos. Por supuesto, a los 10 segundos ya iba último, pero no me importó porque sabía mis “limitaciones” y confiaba en los kayaks de seguridad que nos aseguraron siempre acompañarían al grupo.
Mientras nadaba, pasé por el Baño del Cura y después por El Mar Rojo (llamado así por estar frente al camal). Mi ritmo era pausado pero tranquilo. Al acercarme a la entrada de Catarindo, un kayak se aproximó y me ofrecieron agua y uno de esos geles potenciadores. Ya ingresando al final, noté que, felizmente, había un par de personas detrás de mí, lo que me hizo sentir mejor. Llegué a la orilla y, al pisar la arena, sentí como todo mi cuerpo seguía en movimiento. Caminaba como borracho. Hice 1 hora y 33 minutos, y me sentí muy contento, más aún cuando el señor Cánepa vino a recibirme y, llamando a la prensa que estaba ahí, les dijo que era mi primera vez y que lo había hecho sin traje térmico, como buen mollendino.
Cuando en 1988 fuimos con Beto a visitar a Condoro, quien en esa época vivía en Múnich, uno de los planes fue conocer Berlín y su famoso muro, porque en ese año Alemania todavía estaba dividida en dos. Nadie imaginaba que tan solo un año después, en 1989, la Perestroika y Gorbachov contribuirían a la caída del muro y a la reunificación alemana.
Ese junio y estando solo porque Condoro y Beto estaban trabajando, tomé un tren hacia Berlín, pero, para mi sorpresa, el controlador de tickets me dijo que el Eurailpass que usaba (un boleto ferroviario ilimitado por 60 días) no incluía el tramo por Berlín comunista, por lo que tendría que pagar el extra. Hice cuentas y pagar ese monto era demasiado caro para mi presupuesto estudiantil, así que pregunté: “¿Qué puedo hacer?”.
Me respondió: “Bájate en la siguiente estación y busca otro destino”. Eso hice, y terminé conociendo Bonn, aunque con la tristeza de no haber visto The Wall, el de Pink Floyd.
Tuvieron que pasar 33 años para que, en 2021, pudiera viajar con Andrea al postergado Berlín. Estuvimos varios días, pero una de las metas era también trotar bajo la puerta de Brandeburgo, esa famosa que cruzó Napoleón, que aparece en las fotos de los majestuosos desfiles militares de Hitler y que se mira de costado en los emotivos videos de la caída del muro. Por supuesto, también es donde termina la Maratón de Berlín, así que no podía dejar de hacerlo.
En la primera mañana en la ciudad, muy temprano y con el frío del amanecer, crucé trotando algunas calles guiado por Google Maps y me adentré en el Tiergarten, un hermoso e inmenso parque en el centro de Berlín. Desde ahí, encontré varias rutas de tierra que la gente usa para trotar, andar en bicicleta o practicar equitación. Crucé el parque hasta el Monumento a la Victoria y regresé por la afamada avenida de doble vía que atraviesa la puerta de Brandeburgo.
Yo me sentía como Kipchoge en plena final, y, si alguien me hubiera visto, seguramente habría notado por mi emoción que mis zapatillas no tocaban el suelo.
También recuerdo otras lindas anécdotas, como la de Anchorage, donde, muerto de frío aquella mañana y trotando 15 km por la orilla de la bahía, miraba los cerros frente a mí, totalmente cubiertos de nieve, emocionado por los letreros que advertían: “Cuidado con los alces salvajes”. Me metía por senderos de tierra soñando con encontrarme con uno.
O en Vancouver, cuando me perdí detrás del hotel y regresé cruzando un puente donde encontré cientos de jeringas usadas en la vereda y algunos tipos inyectandose. Mi curiosidad despertó: “¿La Cruz Roja estará haciendo campañas de vacunación aquí?”. Luego me enteré de que las jeringas eran de personas inyectándose droga directamente en el brazo. “No es peligroso”, me aseguró el botones del hotel, “es algo normal aquí porque las leyes canadienses lo permiten”.
Cuando estaban por terminar la carretera La Punta/Ilo, quedamos con el grupo de ciclismo en hacerla como reto. Todavía existían muchos tramos de trocha, pero igual la organizamos. En esos días, Lalo tenía una obra en Ilo, así que viajaba regularmente por esa carretera para supervisarla. “Mide con tu auto la distancia porque queremos hacerla”, le dije.
A los días me contó que eran 65 km, así que sobre esa base proyectamos la ruta. Un sábado temprano, nos fuimos en el camioncito de Credishop hasta La Punta, y partimos desde allí. Pasaron como 30 km y ya estábamos por Corío, pero 45 km después, aún no se veía Ilo. Todos del grupo estábamos medio desconcertados con esa carretera que parecía estirarse indefinidamente. Por fin divisamos las chimeneas de Southern, pero ya estábamos cerca de los 85 km.
Le pregunté a un patrullero estacionado cuál era la distancia restante hacia Ilo. “Cerquita, justo detrás de ese cerro, detrás de la fundición”, nos dijo. “¡Fuerza, muchachos!”, nos alentó. Con esa certeza, seguimos pedaleando… pero todavía faltaban como 8 km más. El “cerquita” era para un auto, pero no para alguien que ya llevaba más de 6 horas pedaleando. Imagínense cómo le habrán ardido las orejas a Lalo por el error en la información.
En el verano de este año, me apunté para acompañar a un grupo grande en la travesía muelle/Matarani, dispuesto a batir mi récord de natación de 4 km. Logré hacer 7.2 km, terminando justo frente a TASA, donde me subí al bote de auxilio tras cerrar 2 horas y 47 minutos. Fue una experiencia extraña y reconfortante, porque nunca había pensado que podría nadar semejante distancia.
Otra experiencia única fue en Pacaya Samiria, donde nadé entre delfines rosados. O en Aruba, donde me crucé con una mantarraya de un metro justo debajo de mí. Me dio miedo, pero más curiosidad, así que empecé a seguirla, cruzando los dedos para que no apareciera su mamá, la grandota.
En Hong Kong llegué al final del malecón cerca de mi hotel. Extremadamente emocionado, me detuve unos minutos para contemplar el mar y darme cuenta de que estaba trotando literalmente en el “poto del mundo”. Era el lugar más lejano desde mi casa donde había podido trotar.
En Beijing, debido al jet lag, Kike y yo terminamos encontrándonos en la trotadora del hotel a la 1 de la madrugada, porque el reloj biológico nos decía que ya era mediodía en Perú. Unos días después, volví a trotar, pero esta vez salí a la calle. El smog era tan denso que la experiencia fue desagradable, aunque no dejó de ser emotiva por el lugar. También troté encima de la Muralla China, y, aunque solo fueron 2 km, llevé mi ropa especialmente para cumplir con mi ritual.
Encima de la muralla, en Cartagena, me encontré trotando con un mexicano. Juntos, queriendo encontrar la bajada del alto muro, terminamos metidos en un verdadero laberinto porque no podíamos encontrar la salida.
Recuerdo también el sacrilegio en el cementerio de Honningsvåg. Al ser un pueblo tan pequeño, con solo 500 habitantes, crucé el camposanto mientras trotaba, llevándome, supongo, todos los insultos de las almas.
En Ushuaia fue un chiste. Hacía tanto viento en contra que, mientras trotábamos con Rafo, teníamos que inclinar el cuerpo hacia adelante, en una posición casi oblicua, para poder avanzar sin problemas.
En la isla Castro, al sur de Puerto Montt, mientras estábamos embarcados con Karen en Skorpios, una pequeña línea de cruceros chilena, llevé mis zapatillas a uno de los desembarques en esas tierras verdaderamente inhóspitas. Siguiendo las indicaciones del guía, me dirigí hacia una cruz visible en la parte alta de la isla. El paseo consistía en subir hasta ese punto para disfrutar de una vista privilegiada de la bahía. Hice el recorrido trotando, y llegué mucho más rápido que los caminantes. Lo curioso fue que, mientras descendía y me cruzaba con ellos, muchos me felicitaban o aplaudían por el esfuerzo.
En mis viajes a Concord, para supervisar Chola’s, el restaurante que Beto y yo abrimos en 2002, salía temprano a trotar por las veredas. Las primeras veces, me sorprendió que todos los que me cruzaba me saludaban, cedían el paso o me decían “Good job”. Siempre sonrientes, levantaban la mano al pasar. Esa actitud me causó tan buena impresión que la adopté, y desde entonces nunca he dejado de saludar a otros corredores.
Estoy seguro de que la gente se acostumbra a estas manías, porque muchas veces en Mollendo he saludado a algún desconocido que me miraba raro por no conocerme. Con el tiempo, al darse cuenta de que siempre los saludo, terminan levantándome la mano de vuelta. Cuestión de persistencia.
Los trotes de fin de año con mi grupo son otra tradición. Siempre organizamos una ruta especial y larga de trote o bici para cerrar el año en buena forma y recibir el próximo con renovada energía.
Hace poco, conseguí un mapamundi de madera y lo pegué en la mampara de vidrio que divide mi oficina. En él he clavado varios alfileres de colores en las ciudades donde he trotado. Lo miro varias veces al día y, definitivamente, lo hago soñando con dónde podría clavar el siguiente alfiler.
Ahora, no es que yo sea el Hermes reencarnado del ejercicio, pero me gusta promoverlo. Practicarlo te cambia para bien: regula el cuerpo, te permite ordenar las ideas en la soledad de la práctica, incrementa la posibilidad de una vejez con mayor movilidad y genera oxitocina, dejándome varios minutos con la sensación, no de haber terminado mi ejercicio diario, sino de haberme metido un taco de ron.
¡Un placer!

Troya, terminando los 10k






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