Hay personas que no necesitan estar lejos para sentirse. Basta con mirarlas a los ojos, o tomarles la mano, para que se te desate por dentro todo lo que venías sujetando sin darte cuenta. Una persona que sigue caminando con sus mismos gestos, sus silencios, sus manías. Uno que, sin querer, te recuerda lo que todavía no has terminado de soltar.
A veces no sabes por qué… hasta que un día cualquiera, sin previo aviso, sucede.
Esta es una historia de corazón. Pequeñas anécdotas de Pancho, el hermano menor de mi papá. Mi papá Pancho, como nosotros lo llamamos.
Lo difícil que es escribir sobre él, de visitarlo, incluso de hacerle una simple llamada telefónica. Es lo más próximo en carne y en alma que tengo de mi papá. Y mirarlo a los ojos es difícil porque siento parte de los suyos dentro.
Y bastó un domingo cualquiera para que todo se me desbordara.
No funcionó. Ese domingo fui con mis hermanas a dejarle a mi tía Yoli unas galletas por el Día de la Madre y él nos recibió en la puerta. Vi sus ojos de cerca al besarlo y, al agarrarle las manos para que entre las mías y las de él se sintieran sin hablar, llegó ese flash que te sacude sin aviso. Vi sus manos igualitas a las de mi papá y, sin pensar, ahí se me volcó todo lo que había tenido dentro por más de seis años. Lo abracé fuerte y me escondí en el baño a descargar mis lágrimas. No me gusta que él se ponga triste por el recuerdo.
Es lo mismo que me pasa con la historia de mi papá, que tengo meses sin poder terminar de escribir. La tengo bastante avanzada y no es por falta de ganas ni por escasez de anécdotas, sino porque creo que internamente me duele, y así evito transitar por el camino de ese recuerdo. Duele de verdad, escribir desde la ausencia.
Cuando mi papá falleció, en noviembre de 2018, Pancho no estaba en Perú. Y aunque suene raro decirlo, creo que fue mejor así. Haberlos visto despedirse habría sido demasiado. Para él. Para todos.
Cuando regresó al país, me demoré en visitarlo. Lo hice por él. Para protegerlo. Para evitarle el dolor. Y si de mi parte hay que amarrar las tripas y las lágrimas para que él no se vea afectado, entonces lo hago.
Pancho fue el número 10 de 11 hermanos. Con mi papá se llevaban cinco años, y quizá por la proximidad, más que compinches, eran hermanos del alma. Cuando Pancho terminaba el cole, en el que siempre destacó por sus buenas notas, decía que quería estudiar medicina, pero no había plata para eso. En la familia no había consenso sobre qué debería estudiar o si simplemente debía trabajar. Y mi papá le dijo que si quería medicina, él le pagaría sus estudios.
Vieron alternativas en Arequipa y en Lima, y aunque suene paradójico, por la relación calidad/precio era más conveniente hacerlo en Buenos Aires, porque allá la universidad no tenía costo. Lo que sí, habría que enviarle dinero para su mantenimiento y algún material de estudio inevitable.
Mi papá nos contó varias veces sobre esa fuerte decisión que quiso asumir con 22 o 23 años. Cuando se mira desde el presente, esa decisión tomada con increíble responsabilidad y valentía adquiere un peso enorme que hoy pocos asumiríamos. Bueno, mi papá tuvo ese coraje. Por eso siempre quise entender su emoción, y quizá su masoquismo, al recordarlo. Bien que se merecía cualquier comprensión, y cuando repetía ese recuerdo, con una mirada profunda, una sonrisa o una caricia, en la casa siempre se lo hicimos saber.
Con la decisión ya tomada de viajar a Argentina, Pancho partió en tren desde Mollendo. Para solventar parte de los gastos, mi papá le había conseguido que vaya como guardián de dos autos nuevos que habían llegado por barco y que debían entregarse en Bolivia sobre una plataforma de tren. El plan era que con ese «canchuelo» ganaría algo y, lo mejor, que de Mollendo a La Paz no le costaría el tramo. Después tomaría otro transporte, cruzaría el país y, entrando por el norte argentino, lo atravesaría hasta llegar a Buenos Aires.
En alguno de los sobres de fotos que tengo hay una imagen de ese instante: Pancho parado sobre el tren, despidiéndose desde el patio del ferrocarril, en la parte baja del Malecón Ratty. Ahora que soy mayor, papá, y que he despedido a dos de mis hijas para que estudien fuera del país, me imagino el dolor que ellos sintieron en ese momento. Porque no solo era separarse, sino hacerlo en una situación económica muy precaria, con el sacrificio del hermano mayor por asumir el reto, hacia un destino desconocido para un chico de apenas 16 o 17 que partía hacia un sueño que cambiaría su vida.
En una de las paredes de la oficina de mi papá estuvo siempre la foto del día de la graduación de Pancho. Eran pocas las que tenía colgadas, pero una era la de ese gran momento del hermano querido, y estoy casi seguro, por conocer tanto a mi papá, que para él esa era una medalla tatuada indeleblemente en la piel. Nunca me lo dijo, pero su mirada lo delataba.
Mi mamá nos contó varias veces que cuando ella era chica, algunas veces iban a jugar con sus hermanas —mis futuras tías— a la azotea de la casa de los Zuzunaga, en la que ahora tengo la suerte de trabajar. Allí, con las hermanas menores de mi papá (nadie sabía que después serían cuñadas), Pancho, supongo que ya con sus sueños de médico, las «operaba» en unas tumbonas que se disponían a modo de hospital al aire libre. Una de esas veces les metió a las «pacientes» una platina en el oído que nunca pudo sacar, lo que terminó en consulta con el médico familiar para la extracción formal. Así que la vena por la medicina estaba casi desde siempre.
Las cartas iban y venían con noticias del hermano menor, y en cada una de esas letras estaban emociones indescriptibles que para mí sería imposible recrear. Rindo homenaje a esas líneas, por lo que significaron para ambos.
Pancho, en la facultad de medicina, siempre tuvo buen desempeño estudiantil, al extremo de adelantar cursos a tal punto que logró reducir su carrera en doce meses. ¡Un capo! —»Así me hizo ahorrar un año de remesas», decía orgulloso mi papá. Y tenía razón, porque nos contó que durante todo el tiempo de la carrera, destinó casi el 60 % de sus ingresos —tenía dos trabajos— para enviárselos a su hermano menor. Otra tercera parte se la daba a mi abuelita para los gastos de la casa, y él vivía con el 10 %. Eso duró algo más de cinco años. Ahora quizá se entienda por qué considero casi “heroico” lo que mi papá hizo.
—Después de que Pancho se graduó, yo empecé a engordar —nos contó alguna vez.
—No seas vivo, Pa, ¿qué tiene que ver la universidad con la gordura?
—Con ese dinero extra que empezaba a tener, me iba por las noches a comer unos señores encebollados donde Choronga.
Saliendo de la universidad, Pancho consiguió una beca e hizo un internado, creo que de dos años, cerca de Detroit, en Estados Unidos.
Mis referencias musicales son también por Pancho. Siempre le gustó la música clásica y la escuchaba fuerte en el auto que llegaba manejando, en su casa de Yanahuara, en su consultorio de San José o en su departamento de Mollendo. El volumen siempre fuerte, sin importarle el resto.
—Papá Pancho —le dije alguna vez, al escucharlo mentir sobre jalar a alguien desde Arequipa hasta Mollendo en su auto—: ¿por qué le dijiste que no si tú viajaste solo?
—¿Crees que soy tan cojudo para venir con él cuando puedo escuchar mi música a todo volumen y sin que nadie me joda?
Cuando yo vivía solo en Arequipa, ya en la universidad, lo visitaba en su consultorio. Conversábamos un rato y me prestaba sus cassettes originales (en esa época no había pirata como ahora). Me los llevaba por unos días, les hacía copia fotostática a la carátula, y así mi afición —especialmente por Vivaldi, Bach, Beethoven y Haydn— felizmente creció, y hasta ahora me dura. Cuando subo el volumen de alguna pieza en especial, mis recuerdos regresan. Igual, en las conversaciones familiares, contaba Pancho el concierto que había escuchado de alguna orquesta o director ilustre, y yo soñaba con algún día escucharlos. Así que por eso también, mi gratitud a él por la semilla sembrada en mi juventud.
Y claro que fue la mayor fuente inspiradora para mis viajes. Mi tía Yoli y Pancho eran exagerados para viajar, y no estoy escribiendo subjetivamente. Cuando llegaban a la casa, nos contaban el viaje que acababan de hacer. Además, le metían una ironía al relato que a los sobrinos nos hacía volar. Para nosotros, era como cine. Varios sitios que de mayor he podido conocer han sido por esas historias que, grabadas desde joven en sueños cerebrales, he registrado en mi listado por conocer.
Cuando Yoli y Pancho llegaban a Mollendo —y lo hacían con bastante frecuencia— recuerdo que nunca dejaban de traer algo a la casa: alfajorillos de La Lucha, salame de La Alemana o esas riquísimas guaguas de bizcocho. Especialmente traían risas y cariño. Siempre con algo en la mano y, principalmente, llegaban con historias irreverentes de anécdotas graciosas que con mis hermanas celebrábamos con sonoras carcajadas.
Y los días de playa, de esos que íbamos por la carretera antigua y terrosa a Catarindo, estaban precedidos por la compra de una bolsa contundente de chicharrones, aceitunas de Santillana, pan y Coca-Cola. Todo sin control de consumo, lo que era impensable en mi casa. Ellos, Yoli y Pancho, eran la antítesis de mis papás, que eran más formales. Entonces, para nosotros que jugábamos con nuestros primos, su llegada era una verdadera fiesta. A veces incluso nos quedábamos a dormir en su depa de Alfonso Ugarte, frente a la Capitanía, y era suelazo nomás. Entre los snacks, Coca-Colas y pijamas, se tiraban los cojines al suelo y listo. Eso, especialmente para mi papá, era un sacrilegio. Pero si Pancho lo sugería —y lo hacía— él se quedaba callado y aceptaba. Ahora, con el peso de los años, no tengo la menor duda de que por dentro mi papá estaba feliz de romper su propia regla al autorizar con una sonrisa que sus hijos fueran libres con Yoli y Pancho.
Con mis hermanas veíamos la billetera que Pancho usaba y siempre, siempre, estaba rebosante de grueso fajo. Recuerdo clarísimo cómo, con Maru, alguna vez éramos cómplices de vernos con los ojos y decirnos sin hablar: “mira lo grueso de la billetera”. Pancho usaba billetera, pero mi papá no. Él llevaba el también grueso fajo —siempre grueso y de toda denominación— doblado en el bolsillo delantero derecho. Ese es otro de mis tics heredados: siempre tengo en la billetera mucho más de lo que podría gastar en varios días, y lo hago porque el dinero me da seguridad, y porque en el fondo… mi Jorge chiquito vuelve a ver los fajos de Pancho y de mi papá y los quiere recordar, repitiéndolos.
El chifa al que íbamos con Yoli, Pancho, mis primos y hermanas era el San Wha, cuando quedaba en el segundo piso de la esquina de la Arequipa, frente a la iglesia. Como había apartados, Pancho entraba, saludaba a Antonio, el dueño, con alguna pícara broma. Alguna vez, ya en el pedido, mis primos y él escribían en la lista opciones eróticas o lisurientas de platos y, cuando el mozo venía, ellos le reclamaban “ofendidos” por los manjares que allí ofrecían. Un chiste.
Como ya conté, entre el método con que veían la sociedad, la comunidad, también aprendí entre mi papá y Pancho. No quiero decir que uno estuvo mejor que el otro, pero lo bonito es que yo aprendí de los dos. Me gustaron siempre las consideraciones —muchas veces en exceso— de mi papá y el desenfado y las libertades que Pancho se tomaba para esas mismas. En realidad, hasta ahora, esa dualidad me sigue guiando.
Lo que ellos dos tuvieron no fue solo hermandad: fue un pacto silencioso de lealtad, de entrega y de amor sin condiciones. Uno puso el hombro, el otro se elevó, pero siempre estuvieron unidos por un hilo que, estoy seguro, no se ha cortado. Yo crecí viendo eso —esa forma rara y poderosa de quererse entre hermanos— y supe, desde entonces, que la vida no se mide solo por lo que uno logra, sino con quién uno lo celebra. Y ahí estaban ellos: distintos, pero inseparables.
Quizá por eso salí así: con un molde mixto. Con el deber tatuado, con el deseo de cumplir… y la tentación de romper la regla.
Y hasta hoy, en ese punto medio, me sigo encontrando con ellos. ¡Felizmente!

Más historias en mi blog: http://www.novuz.blog


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