El día ideal de Leandro Umbral, el viajero sempiterno

  • Entre playas, música y silencios, un hombre se atreve a detener el tiempo para vivir su día perfecto.

Leandro no era un hombre común, o al menos no en su imaginación. Sinceramente, tampoco quería serlo.
Cada noche, antes de dormir, apenas apagaba la luz de su velador, diseñaba e imaginaba mentalmente su día perfecto: no tener que cuadrar horarios ni preocuparse por escalas. Su única regla era que todo debía simplemente transcurrir.

A la mañana siguiente, como lo hacía a diario, se levantó aún a oscuras. Vestido con su traje y calzado deportivo, cruzó el pequeño patio interior rumbo a la cocina para prepararse el café matutino que siempre lo ayudaba a desperezarse. Sintió cómo el rocío sobre la loza encementada llegaba a humedecerle los talones. “Debe ser el exceso de la noche”, pensó.

Una vez colado el café para el pasado acostumbrado, sintió cómo ese delicioso aroma cubría todo el ambiente justo en el momento en que el agua recién hervida se mezclaba con el grano.

Como era rutina, salió con la taza humeante hacia la vereda para hacer algunos movimientos de calentamiento antes de trotar. El cielo ya comenzaba a tornarse azulino en vez del negro de minutos antes, signo del inminente amanecer.

Salió por la Blondell, cruzó la plaza hacia la Primera Playa de Mollendo —su ruta habitual de ejercicio—, mientras al fondo, aún en sombra, se perfilaba el Castillo Forga. Todavía medio adormecido, Leandro sentía cómo sus primeros pasos se resistían al ritmo, pero poco a poco cedieron al calor corporal hasta que se olvidó de ellos. Saludó a un par de basquetbolistas que, como él, empezaban el enceste al alba.

Al llegar a la loma del castillo, con los primeros rayos del sol asomando, empezó a bajar hacia la Tercera Playa, cuando notó que el paisaje había cambiado: cientos de pinos frondosos, puntiagudos, nevados… como salidos de un cuento. Sintió un escalofrío por el cambio de temperatura, pero siguió corriendo, emocionado por lo que veía. A su derecha, donde por millones de años se extendió el Pacífico, había ahora un ancho río serpenteante y un sendero de tierra firme que lo invitaba a entrar.

—¿En Mollendo hay un río a la derecha? Imposible… ¿y pinos nevados? —murmuró, incrédulo.

De pronto, sintió que desde su espalda lo fulminaba una mirada naranja intensa. Era un búho real que pasó volando a escasos metros, rumbo a la orilla. “Debe tener más de metro y medio de envergadura”, pensó. Magistralmente silencioso.

—¿Estoy soñando?

El trote se había convertido en una especie de trail por grava y entre un entorno natural salvaje que lo envolvía. Dentro del sendero escuchaba la algarabía de aves que anunciaban su presencia.

Ya habían pasado más de cincuenta minutos en ese trote inesperado y aparentemente circular, cuando volvió a ver el castillo, señal de que estaba regresando a casa.

Empapado en sudor, abrió la puerta. Debían ser cerca de las siete. Se dirigió a la cocina para preparar su desayuno: fruta, dos huevos revueltos, tostadas, jugo verde y otra aromática taza de café. Al pasar al salón contiguo, notó algo extraño por la ventana: la bahía de Ketchikan… en Alaska.

Estaba ahora con su bandeja tibia de desayuno, a casi 9,800 kilómetros de su casa. La cabaña crujía a cada paso que daba, mientras el aroma del café se mezclaba con el de la madera húmeda. Salió a la terraza, donde una cómoda mesita casi unipersonal lo esperaba. Se sentó a disfrutar la merienda con esa vista majestuosa que le recordaba lo diminuto que era en este mundo. Se sintió un enano.

Sobre la mesa vecina encontró una revista. Al abrirla, descubrió que estaba en alemán, idioma que no hablaba ni entendía. Sonrió.

Tras desayunar, lavó los utensilios y fue al baño a asearse. Aunque aún era temprano y frío, hacia las nueve de la mañana ya se sentían las primeras tibiezas del sol en ese gélido territorio.

En el dormitorio del segundo piso encontró ropa abrigadora que, curiosamente, le quedaba bien. Se puso un gorro que cubría toda la cabeza, guantes y salió a dar un paseo por el pequeño pueblo, conocido por sus tótems y por los inmensos cruceros que recalan en verano.

Ajustó sus lentes de sol y, mientras se disponía a cerrar la puerta de la cabaña, notó un cambio repentino: un calor abrasador. ¿En segundos el sol calentaba así? Se dio vuelta hacia el centro del pueblo, sudando. Notó que la gente lo miraba extrañada por su atuendo.

Caminó impávido, pero lleno de dudas.

—¿Por qué todos están en polo y pantalón corto? —preguntó.

—¿Cómo? ¿No sabes que hoy es el aniversario del Maracaná? —le respondió un hincha, vestido de pies a cabeza con la Canarinha, ese icónico uniforme de la selección brasileña.

—¡Oye, cámbiate ese abrigo! —le gritó otro vecino curioso.

Resulta que ese día se conmemoraba el aniversario del coloso del fútbol. Y lo increíble: Pelé había llegado a dar unas palabras y a patear el play de honor.

—¡No puede ser! Si estamos en 2025 y Pelé murió hace años —pensó Leandro, incrédulo.

Se dejó arrastrar por el tumulto y, mientras se iba quitando la ropa de abrigo, notó que en cuestión de minutos ya estaba dentro del Maracaná, ese ícono de su niñez.

—“Siempre quise conocer Río de Janeiro y el Maracaná” —pensó en silencio—.
—“Algún día te llevaré a conocerlos” —recordó la promesa que su tío Juvenal le hizo el día de su cumpleaños número once.

Leandro Umbral estaba atónito: iba a ver al gran Pelé.
Entre la muchedumbre, serpentinas, bandas bulliciosas y vestimentas coloridas con las que desfilaban las mujeres hacia el centro del campo, Leandro distinguió al fondo la figura inconfundible de Edson Arantes do Nascimento.
Estaba por desmayarse de la emoción.

Miró su reloj. Eran casi las once y había olvidado tomar su dosis diaria contra la enfermedad que lo aquejaba.

Se abrió paso entre la gente y salió hacia uno de los laterales del estadio. Había visto un puesto donde vendían jugos de frutas. Aprovechó para tomarse la pastilla.

Volvió al “gramado”, como le gusta decir a los narradores peruanos, y durante varios minutos vio a su ídolo hablar de fútbol y disparar la patada honorífica que le rendían en homenaje.
—¡Increíble! —pensó—. Se lo contaré a Humberto y a Tabo, aunque seguro no me lo creerán.
Para tener pruebas, sacó el celular y se tomó un selfie con Pelé al fondo, apenas visible.
Una prueba para la posteridad.

Al salir del estadio, caminó por calles menos bulliciosas. Sentía que aún no era momento de volver. Tenía un anhelo pendiente: conocer Ipanema, esa playa de postales, tangas minúsculas y pechos sin censura. ¡Uy!

Gracias a las indicaciones de unos niños, logró tomar un bus que lo llevaría hacia el mar. Encontró asiento junto a la ventana y no dejó de mirar nada con sus ojos de niño curioso.

En casi veinte minutos, bajó frente al inmenso malecón de la Avenida Atlántica.

Mientras caminaba descalzo por la arena de Ipanema, se tiró al hombro la camiseta futbolera —con esa media vergüenza que aún le queda a los hombres mayores—. El calor se tornó seco, sin brisa.

De pronto, Leandro pestañea… y el sol se ha vuelto tenue. Está de pie ahora frente a una cúpula dorada, con música de cuerdas saliendo de alguna esquina empedrada.

—¿Música de cámara en plena playa carioca?. Si que cambió el gusto de los brasileros.

No. El bus lo ha llevado lejos… a Praga. Está a mediodía en la República Checa.

Frente a él, un restaurante pequeño con mesas al aire libre, bajo la sombra de un frondoso árbol.
—¿Qué me está pasando? —se pregunta—. Amanecí en Mollendo, desayuné en Alaska, vi fútbol en Río… ¿y ahora voy a almorzar en Europa Central?

El camarero, sin que Leandro diga palabra, le acerca un menú escrito en checo y francés. Leandro no entiende nada. Apenas articula algo en su masticado inglés, pero señala una línea que contiene la palabra «svíčková». Poco después, le sirven un plato humeante con carne marinada, salsa cremosa, arándanos rojos y panecillos blancos.
Mientras come, escucha a un trío de cuerdas. 

Casi suelta una carcajada al ver que el vaso de cerveza que pidió tiene un litro de capacidad.

Se siente pleno. Sabe que no está en control de su día, pero no le importa. Lo está viviendo.

Al terminar, camina hacia un puente.
—¡El de Carlos, por supuesto!

Allí, por siglos, han pasado viajeros, poetas y amantes. A mitad del trayecto, se detiene a mirar el Moldava pasar bajo sus pies. Recuerda «El viajero del siglo», esa novela de Neuman en la que las calles del pueblo cambiaban cada día.
—¿No estaré viviendo algo parecido? —piensa.

Toca la estatua de San Juan como si fuera un rito, como hacen todos los turistas, y sin darse cuenta, cruza hacia el otro lado… pero no solo del río, sino del continente.

Está ahora en París.

Camina emocionado por las calles, esa tarde especial de su día especial, cuando un transeúnte lo saluda al verlo con la camiseta de la selección brasileña. Sonríe y se cubre con la chalina —la del frío desayuno en Alaska—, que se echa al hombro para disimular.

Se sienta en una terraza. Delante de él: un pequeño pastel de limón con merengue. El tenedor corta suavemente la masa mientras observa a una pareja discutir en voz baja. El cielo está nublado, pero Leandro sonríe. Bebe un sorbo de café negro. Saca su block de notas y escribe:

—“Media tarde en París. Parece postal, pero es vida.”

Nadie me lo va a creer —piensa.

Mira el reloj: son las seis. Camina presuroso hacia la recientemente reinaugurada Notre-Dame. Aunque es ferviente devoto de la Mamita de Chapi, estando en París no quiere perder la oportunidad de conocer esta catedral. Ingresa justo cuando las luces interiores bañan de dorado las piedras, como si alguien hubiese preparado una coreografía especial para su llegada.

Ve un coro de niños ensayando solfeos junto al altar. La escena no puede ser más perfecta.

O sí.

Se arrodilla, emocionado, a orar y agradecer lo que está viviendo. De reojo, observa a su izquierda una figura apoyada en una columna gótica: un hombre de rostro alargado, barba fina y capucha. Leandro no le da importancia y continúa orando.  A este lo he visto en alguna estampita.

Las campanas suenan con fuerza. Al levantarse y pasar junto a la figura, siente una energía extraña. Lo mira con detenimiento y se queda helado.

¡Es Francisco!
Pero no el Papa fallecido, sino San Francisco de Asís, el mismo del que tanto le hablaron en el colegio.

Sin decir palabra, Francisco le hace una señal. Leandro, entre asombrado y confundido, lo sigue por uno de los laterales del templo. Llegan a una pequeña puerta: parece un confesionario.

Francisco entra por la parte trasera. Leandro se inclina por el frente y espera.

Pasan más de treinta minutos y no escucha ningún movimiento. Impulsado por la curiosidad, se asoma discretamente y solo alcanza a ver un sencillo collar de hilo de lino con una cruz de madera de olivo.
Francisco se lo ha dejado… y se ha ido.

Conmovido, Leandro se coloca el collar bajo la camiseta raída, y ya maloliente, que lleva y camina lentamente hacia la salida. Observa el piso de piedra caliza, siguiendo los patrones geométricos que lo guían hasta el gran portón.

Ya en el atrio, comprende la magnitud de lo vivido.
—¿Cómo se lo contaré a mis amigos?

Gira a la derecha buscando la callecita que lo lleve hacia la orilla del Sena. Pero una brisa cálida le golpea el rostro y, al mismo tiempo, un riff de guitarra lo sorprende.

Nunca llegó al río.

Lo que tiene ahora frente a él es un enorme parque, con senderos, lagos y mucha vegetación.—Este parque no está cerca de Notre-Dame…

Ve pasar a varios jóvenes con polos negros, vinchas, mochilas con logos. Les pregunta adónde van.

—¿No sabes? ¡Ya falta menos de una hora para el concierto de los Rolling Stones! —le gritan.

Leandro queda nuevamente atónito. Ha cruzado esa puerta de la catedral hace solo minutos…y ahora está en el Botanical Gardens, en Johannesburgo, Sudáfrica.

Aprieta el paso, se une a la marea de caminantes. Una marca auspiciadora le ofrece al paso una cerveza promocional. Se la toma de un trago.

—¿Los Rolling Stones están aquí… y yo voy a verlos?

El público es un mar de manos y energía. El grupo telonero enciende al estadio.
Leandro piensa:—¿El domingo pasado estuve oyendo al Grupo 5 en la explanada del Castillo Forga y hoy estoy por escuchar a esta banda icónica?

Llega a una pequeña colina con buena vista. Se sienta en el pasto, rodeado de extraños.

Bajan las luces.
Comienza el concierto.
El bajo retumba en su pecho. Fuegos artificiales iluminan el cielo africano.

Es increíble.

Se pone de pie, salta, canta, corea, grita. Reconoce una a una las canciones, hasta que empieza su favorita: “You Can’t Always Get What You Want”.

Entonces se deja caer sobre el pasto, cierra los ojos. Quiere que la música le quede grabada en el alma.

Cuando termina la canción, siente los ojos húmedos. Los mantiene cerrados para soldar el recuerdo.

Y al abrirlos…está en su cama. 

Las cortinas se mueven con la brisa. Todo está oscuro. Se acerca a la ventana. Sí, es su habitación de Mollendo.

Intenta pellizcarse el brazo. Mira la hora. Se vuelve a tirar a la cama.

Suspira.

—Fue el día perfecto —se dice en voz baja—. 

Y sin buscar explicaciones, se duerme sonriendo.
Sabiendo que mañana, quizás, pueda vivir otro día así. O inventarlo.

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