A cierta edad, la vida se parece a esos trenes que corren en línea recta, y uno ya no cree que vendrán curvas imprevistas. Así estaba yo en 2013: tres hijas, matrimonio en consolidación, negocio en marcha, la experiencia como equipaje… y 48 años encima.
Cuando Andreita nació en el 2000, quise hacerme la vasectomía porque consideraba que el “equipo estaba completo”. Fui al urólogo para las consultas al respecto y, efectivamente, como me habían contado, era un procedimiento fácil de realizar. Le conté mi idea a Karen, y ella creía que no era el momento. Al tiempo, les pregunté a mi mamá y a algunas de mis hermanas, y opinaron igual. Así que, para mí, el asunto quedó en el limbo… durante varios años.
Era diciembre de 2012 y Nano, mi suegro, falleció más rápido de lo pensado. Fue en medio de ese adiós —de ese vacío inesperado que se instaló en la familia— que casi puedo asegurar que Gabu decidió venir. Como si la vida, impertinente y más sabia, se las arreglara para abrir una puerta justo cuando otra se cierra. Siempre he pensado que eso es una bendita sincronía en la dualidad muerte/nacimiento. Puedo atreverme a decir que así sucedió.
A los días, Karen me mencionó la posibilidad de embarazo y me quedé helado. No se lo dije, pero supongo que la mirada me delataba. Estuve realmente asustado dos o tres días. Confirmar la noticia a la familia y a los amigos fue lo de menos. Mi pesadez era interna, y mi preocupación era volver a tener la responsabilidad de criar, de traer un bebé a este mundo raro y difícil. Alargar mis años de productividad. Pensaba que, cuando ella terminara la eventual universidad, yo estaría bordeando los 70.
Existía un enorme rango de crianza: desde el 92, en que nacieron mis gemelas, al 2000 de Andreita, y al 2013 de la nueva llegada. ¡Una locura!
Pero la buena vibra siempre me rodea.
—¡No seas cojudo! —me dijo Condoro cuando me llamó para felicitarme y escuchó mis preocupaciones—. A tus primeras hijas las criaste con susto porque tuviste que trabajar más para protegerlas, pero ahora ya no tienes que preocuparte por eso. Criarás tranquilo.
Se me pasó todo.
Entonces, ese miedo inicial se terminó convirtiendo en un motor de cambio. Empecé a decirme a mí mismo que de poco valdría dejar un poco más de plata para proteger a mi familia y, por ahí, morirme intempestivamente, dejando a Gabu —especialmente por su edad— sin ese “papá espeso” que ayude a mostrarle su camino inicial de vida. Me dije que no podía seguir en piloto automático, que tenía que frenar un poco, que no era invencible.
Así empezaron mis planes de cambio.
Ante mis naturales temores, recuerdo —entre otras cosas— una llamada de Rosi. Le conté el giro que deseaba tomar, y ella me dijo que simplemente confiara. Creía que las cosas que había hecho positivamente en los años pasados hacían que la probabilidad de que la cosecha continuara con relativa abundancia era alta: relación causa/efecto. Eso también me ayudó mucho.
Anecdóticamente —y quizá como señal de quiebre—, me pasó algo especial. Entre mis planes de vida siempre tuve uno: comprarme el auto soñado cuando cumpliera 50. Faltaban dos años para mi meta. A los días de nacida Gabu, viajé a Lima por trabajo y me lo compré, rompiendo mis estrictos parámetros mentales, con los que casi siempre rijo mi vida. Admito que esa decisión —y no me refiero a lo económico— fue interesante para mí porque, después de cerrar el trato, pensé que había hecho algo diferente. Me sentí bien. Así que Gabu no solo llegó con un “pan bajo el brazo”, sino también con un A6 dentro de mi garaje.
Pasaban los meses y, aunque adrede postergaba el inicio, ya me hacía una idea de cómo debía acelerar mi delegación en los negocios, que consumían la mayor parte de mi día.
Admito que esa transición es larga y muy difícil porque a un cuadriculado como yo, quebrar el esquema le cuesta más. Siempre he tenido manía por la planificación y el control, y a todo lo que sea espontaneidad le tengo miedo.
Pero las cosas se fueron dando, y el plan estaba en marcha.
Confieso también que esa efectiva delegación aún hoy no me funciona como quisiera, pero hace años decidí pensar que, si continuara en la operación al 100 % como antes, quizá las cosas caminarían mejor. Sin embargo, mi desbalance de activos en tiempos personales sería mayor. Entonces aplico la fórmula: cambiar mayores utilidades por tranquilidad personal, y eso, estoy seguro, mi hiperplasia prostática benigna me lo agradece.
Con eso no quiero decir que algún día me jubilaré laboralmente. ¡De ninguna manera!. El trabajo me gusta, me hace sentir productivo. Mi debilidad es pensar que debo ser lo máximamente productivo en la labor que me toque, y eso, para mí, es tan valioso como un “resultado del periodo” -entiéndase utilidades- en el estado financiero.
La pandemia también me ayudó mucho en este proceso. Fui uno de los pocos que no dejó de trabajar en la oficina ni un solo día. Ser representante de Autoservicio La Granjita y de Cooperativa Tres Cruces me permitía tener doble permiso de circulación, casi sin restricciones.
Una de esas mañanas de COVID, aún a oscuras —porque salía a trotar a escondidas—, me di cuenta del sabor del café que me preparaba y de la forma en que giraba la cuchara dentro del líquido. A los días volví a sentirlo. Estaba extrañado. Caminaba desde mi casa hasta la oficina por la vereda desierta, pensando lo suertudo que era de poder seguir trabajando. Veía, y lo sigo haciendo a diario, por ejemplo, al ingresar a mi casa, el inmenso y poderoso mar que siento vivo.
Algo estaba pasando en mí desde esa decisión de frenar un poco la carrera de la vida.
Entre otras, he aprendido a viajar más despacio. Menos lugares, más tiempo. Igual aunque corretease, no lograría tachar todo mi listado de «lugares por conocer» que tengo en mi excel.
En los últimos años he vendido seis negocios o sociedades. Muchos amigos me preguntan por qué me deshago de ellos si los puedo manejar a control remoto y seguir ganando mas plata. Les respondo que estoy comprando tiempo y quitándome peso de encima. Y como decía Rosi, lo anecdótico es que esa frenada no ha hecho que los ingresos bajen, porque procuro hacer inversiones pasivas que demandan menos operación de mi parte.
Mi “desaceleración Gabu” me ha dado mayor claridad, nitidez y perspectiva. Su llegada terminó siendo mi mejor coach de vida. Su presencia diaria hace que baje mis revoluciones, que priorice mis tiempos, reenfoque mi vida y, principalmente, que cambie mi visión sobre el tiempo… y la edad que tengo. Y aunque suene a drama: los años que me quedan por vivir.
Ese tiempo libre lo he usado para devolver lo recibido. Así fue como me metí en la Beneficencia de Mollendo, en la Escuela de Negocios, en la Cámara de Comercio y, recientemente, en Novuz, este blog desde donde descargo relatos: www.novuz.blog.
Lo mismo ocurrió con el deporte. Durante más de 30 años he trotado y montado bicicleta con regularidad. Pero en la última década, el running se volvió más intenso: perseguía mejores tiempos en los 42 km de las maratones. Hice cinco, pero las plantas de mis pies me lo cobraron con tendinitis aguda en ambas. Aunque me operé, no obtuve los resultados esperados.
Esa fuerte frustración me duró meses, pero entendí —gracias a la “desaceleración”— que era mejor trotar la cuarta parte que estar cojo. Reemplacé la rutina: más bici, gimnasio, natación en el mar, poco trote y algo de yoga. Sumo más de seis horas semanales de ejercicio. Nuevamente encontré el equilibrio perdido con el running. Lo malo es que mi reloj Garmin protesta diariamente con notificaciones pidiendo mayor intensidad.
Mi temor inicial se convirtió en un regalo, en un cambio de vida que me enseñó a bajar la velocidad y a buscar el equilibrio trabajo/persona que tanto anhelaba. Si ella no hubiera nacido, quizá seguiría en el “running” de negocios —que aún continúa, pero a menor ritmo— sin darme cuenta de que los años pasan más rápido de lo que creemos. Sí, suena a cliché, pero es cierto.
De algo estoy seguro: ella me enseñó a ir más despacio, a tomar la vida con un poco más de calma. Y eso —para mí, que aceleré tanto al principio y en este mundo que corre sin frenos— es casi un milagro.
Ella, sin saberlo, me dio la mejor lección de negocios que he aprendido: a veces, para ganar, hay que detenerse. Porque el verdadero negocio… es el tiempo.
Y pensar que fui yo quien creyó que iba a enseñarle el mundo a Gabu, cuando en realidad fue ella quien vino a enseñarme cómo detenerlo.




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