Reflexiones del HAY Festival: Aprendizajes y Conciencia Social

Relatado el 15.11.24

Desde hace diez años, y gracias a un impulso final de Mario Vargas Llosa, el HAY Festival se realiza en Arequipa los primeros días de noviembre de cada año. He asistido a cuatro de ellos y siempre termino quedándome con la sensación de que hay tantas cosas por aprender y por pulir en nosotros que, les confieso, no sé si me impulsa a intentar ser mejor o me hace sentir mal por lo ignorante que soy al saber tan poco.

El fin de semana pasado pude volver a ir y les dejo un resumen de lo principal que se me quedó:

  1. En 1972 se cayó un avión en los Andes chilenos con una selección deportiva de unos chicos uruguayos, lo que generó mucha controversia porque algunos de ellos, para sobrevivir tantos días, tuvieron que recurrir a la antropofagia y comerse el cadáver de sus compañeros. Uno de los libros, de los muchos que se hicieron, fue el de Pablo Vierci, La sociedad de la nieve, que ha estado de moda porque recientemente se estrenó en Netflix la película con el mismo título. Lo bueno de escuchar a Vierci en este HAY fue que él tiene una versión desde “el otro lado”, como dice, porque era contemporáneo y porque estuvo en el colegio con esos chicos. Conoció, además, a todos los que murieron. Logró conversar con los padres y hermanos de las víctimas y, en muchos casos, consiguió autorización para “hablar” por los fallecidos. Una conversación a veces desgarradora y emocionante que valió la pena. En relación a la esperanza y a su optimismo por el futuro, soltó una lindísima frase: “La bondad y la ternura se entrenan”.
  2. Ya por la tarde del viernes, y también en el Municipal, Pablo Cateriano entrevistó a Carlos Umaña, de quien nunca había escuchado hablar. Carlos, un médico costarricense que después de graduarse terminó pintando cuadros en una feria callejera, llamado por sus sombras de querer hacer eso, dejó de lado la medicina. En esa feria, en la que nos contó que le fue mal porque casi no vendió nada, conoció a una tercera amiga en común que estaba buscando a alguien que se encargara de abrir en San José la sede país de una organización internacional que lucha contra el desarme nuclear.

Entre otras cosas, relató que ahora estamos viviendo el mayor riesgo nuclear de la historia y, aunque se les ericen los pelos al leer esto (lo mismo me pasó a mí), nos contó que en 1945, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los científicos involucrados en producir la bomba crearon el Boletín de Científicos Atómicos para tener un contacto más cercano con el público en general. Ellos diseñaron el Reloj del Apocalipsis como una forma didáctica de comunicar el riesgo de una destrucción mundial. Ese riesgo lo miden en función de la cercanía de las manecillas del reloj con la medianoche. Año a año lo han seguido midiendo y, por ejemplo: cuando sucedió el punto más alto de la Guerra Fría, ese tiempo era de 17 minutos (es decir, estuvimos a 17 minutos de que Rusia o EE. UU. presionaran el letal botón); cuando fue la crisis de los misiles en Cuba en los años 60, ese riesgo nos llevó a tan solo 12 minutos. ¡Hoy estamos a solo 90 segundos de que suceda! Sí, a solo un minuto y medio. Lo peor es que está demostrado que ese riesgo es sumamente crítico porque hay muchísima probabilidad de que se dé por un disparo erróneo. Una locura que parece increíble.

Otros datos escalofriantes son, por ejemplo, que hoy una bomba nuclear es mil (¡1,000!) veces más potente que las de Hiroshima o Nagasaki. Que en 2023 se gastaron 91,000 millones de dólares en armas en el sector público y 120,000 millones en el sector privado. Carlos dejó, pues, la certidumbre de que se hace poco por desarmar porque es un “buen negocio para todos” continuar produciendo armamento, incluso contra el riesgo explicado, y que los lobbies no dejan de trabajar para seguir fomentando esta producción. Para entender el contexto y para que se nos termine de romper el cerebro: con poco más de 20,000 millones de dólares anuales podríamos erradicar el hambre en todo el planeta por un año entero. Aporto yo esta cifra para que, después de leerla, esta noche tengamos todos un inevitable insomnio.

Carlos y esta organización con la que trabajaba se fueron involucrando cada vez más, hasta el punto de que muchos años después lograron una resolución de la ONU para ciertas restricciones en el uso de armas nucleares, lo que los llevó a ganar el Nobel de la Paz en 2017.

Terminando ese tema, Pablo Cateriano, el moderador, le pidió que nos contara su secreto para ver si “convertía” a alguien más del auditorio hacia su equipo. Entonces Carlos nos contó que es vegano desde hace seis años y lo hace para ser consecuente con su prédica de cuidar el planeta. Entre otras cosas, dijo que el 80 % de la agricultura del planeta está dedicada a la ganadería y avicultura, o sus derivados, es decir, que la mayor parte del uso de recursos de tierra, agua y la contaminación de insecticidas que esto conlleva se destinan principalmente a la crianza de vacas, cerdos o aves de corral, un negocio sustentado por el alto consumo de esas carnes que nosotros mismos hacemos. Su forma de protestar es entonces no consumirlos.

  • Más tarde, mientras yo hacía nuevamente cola para escuchar otra de las charlas del festival, vi a Umaña caminando por Mercaderes con un acompañante, sin ningún cuidado, sin resguardo alguno (incluso algunos se acercaban a pedirle fotos), y yo inevitablemente comparaba la diferencia entre cualquiera de nuestras autoridades o “celebridades de la política” que, con un cargo mediano, se trasladan en autos con bulliciosas sirenas y escoltas que no dejan que nadie se les acerque. Carlos, en cambio, con ropa austera y zapatos más que usados (me di cuenta expresamente de ello), lo hacía con naturalidad y sin pose alguna.

Para los curiosos, les dejo aquí la web de la organización que pretende desnuclearizar el mundo: www.desarmenuclear.org

  • Otra de esas charlas que realmente me dejó impresionado fue la de Irene Vallejo, escritora española. Además de estudiar filología y de escribir desde niña, recién hace poquísimos años su trayectoria despegó. Irene es, entre otras cosas, una amante de la literatura.

Cansada de que sus libros solo llegaran a un pequeño entorno regional en España, y coincidiendo con el nacimiento de su hijo, quien tuvo un grave problema de salud, pensó, hace poco más de cinco años, que tendría que dejar las letras para dedicarle más tiempo a su bebé. Por ello, consideraba que su ensayo El infinito en un junco sería su despedida. Sin embargo, como ella misma lo dice, este se convirtió en su puerta de ingreso al reconocimiento, cuando pensaba que sería todo lo contrario. Entre otras anécdotas, Vargas Llosa pudo leer este libro y, sin aún conocerla, cuenta ella que le pasó un correo donde la felicitaba y le decía que su libro era una obra maestra. Lo recomendó entre su círculo. Ahora el libro está traducido a más de treinta idiomas y se ha convertido en uno de los ensayos en español más leídos de los últimos tiempos.

Aunque pueda sonar exagerado, las preguntas que Patricia del Río le hacía a Irene, ella las respondía de manera deliciosa, con categórica argumentación, claridad y belleza en su explicación. Hasta me atrevería a decir que sus respuestas sonaban más a poemas que a simples contestaciones. Dijo, por ejemplo, que, entre otras cosas, le debía parte de su existencia al Perú porque, cuando era joven, su papá le regaló Trilce a su mamá, el afamado poemario de César Vallejo, y gracias a ese pequeño libro ellos se enamoraron. Así que Irene relataba que desde hace muchos años ella ya estaba relacionada con el Perú, al que creía conocer mucho antes de llegar. “Si no fuera por Trilce, mis padres no se hubieran enamorado y yo no habría nacido”. Todos aplaudimos su humor.

Irene afirma que nos encontramos en el mayor punto de expansión de los libros porque las estadísticas coinciden en que ahora hay mayor cantidad de lectores de libros impresos, más editores, más impresiones y aún más ferias.

Ella piensa que la literatura nos convierte nuevamente en nómadas porque hace que volemos con el relato y nos adentremos en cada tema de forma tal que siempre estemos buscando leer y aprender más.

La segunda charla que escuché de ella terminó con un momento muy emotivo porque, estando en el estrado, Jeremías Gamboa, quien ahora la entrevistaba, sacó a hurtadillas de un bolsón el Trilce original al que Irene atribuía parte de su existencia y se lo entregó. ¿Qué había sucedido? El esposo de Irene, quien siempre la acompaña en sus giras, le había pedido a su suegra en España que le prestara este tesoro familiar para darle una sorpresa, justamente del libro del que estaba hablando. Jeremías entonces le pidió que nos regalara uno de los poemas de ese Trilce y ella lo recitó de memoria, culminando así su casi mágica presentación.

Rescato una preciosa frase que Irene dejó al auditorio y la destaco por lo importante que creo que es: “El dios en que creemos te da una virtud, pero a la vez te exige algo a cambio”. Una maravillosa forma de retribución circular.

  • La otra charla que me dejó impresionado fue la de Abdulrazak Gurnah, que se dio el sábado por la tarde. Abdulrazak también llegó caminando al teatro y cruzó la inmensa cola que hacíamos para escucharlo.

Nació en la lejana isla de Zanzíbar y, por ser territorio que pertenece a Tanzania, pudo trasladarse a Londres a sus 18 años, aprovechando los lazos con su antigua condición de colonia británica, que le otorgaban esa posibilidad.

Abdulrazak nos cuenta, con verdadero sentimiento que se transmite a todo el auditorio, la constante burla —lo que ahora llamamos bullying— de la que fue víctima por su calidad de inmigrante negro y las penurias que tuvo que atravesar, soslayando esas tristezas para abrirse camino en el difícil campo literario inglés. Más allá de su excepcional talento como escritor, por el cual merecidamente obtuvo el Nobel en 2021, me impresiona más su humildad al expresarse, como si se tratase de un escritor cualquiera. Además, transmite sensibilidad humana en cada una de sus frases. Sin desmerecer sus letras, me quedo con mi aprendizaje de que hay que “pisar tierra” en los momentos más “ilustres” de la vida, porque eso es justamente lo que nos marca como personas y no como académicos con cincuenta títulos a la espalda o con una billetera abultada que realmente opaquen lo que somos por dentro.

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Sin dejar de lado a los otros que escuché: la prolífica carrera de Daniel Mordzinski, el fotógrafo argentino; Gabriela Wiener, con su acidez en los comentarios; Renata Flores y su poderosa sonrisa con el rap en quechua que la está rompiendo; Roberto Chang, un genio en economía que propone ideas tan claras y lógicas que dan ganas de sentarlo de inmediato en el Ministerio de Economía; Zaraí Toledo, quien, con solo 36 años, tiene una habilidad extraordinaria para transmitir su conocimiento sobre economía. Y claro, Farid Kahhat con su disertación sobre la derecha radical, con un enfoque sociológico sobre cómo se maneja ahora la política.

Todos ellos me dejan la alegría y el sabor de que, felizmente, todavía se puede escuchar sensatez a raudales, lo cual contrasta con lo que oímos a diario en nuestra clase política o en la farándula de redes. Nos acostumbramos a esa mediocridad hasta que podemos volver al Hay Festival, devolviéndome la esperanza de que hay mucho por aprender… de buena forma.


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