- Relatado el 15.10.24
Después de que Luis XIV —autodenominado “El Rey Sol”— se aburrió de vivir con su amada en el Palacio del Louvre (que significa “lobo” en francés, porque antes de ser residencia de los reyes, la zona servía como coto de caza, donde generalmente se veían lobos), mandó construir, a unos 35 kilómetros a las afueras de París, Versalles: un enorme y lujoso palacio de más de 700 habitaciones, 1,250 chimeneas, apenas… ¡1,800 hectáreas de jardines y parques! Eso sí, con solo tres baños. El rey llevó a vivir allí a parte de la corte aristocrática de la época, familiares y amigos cercanos. Irónicamente, lo acompañaron desde París para vivir en el palacio “solo” tres mil personas allegadas.
Teniendo en cuenta que para los ricos no era bien visto trabajar en esa época, se dedicaban a socializar en el palacio, realizar juegos de mesa, billar, bailar, comer delicateses, cazar, beber y, por supuesto, entregarse a los mundanos placeres de la carne. Curiosamente, uno de esos tres baños era de uso exclusivo del rey, así que imagínense la logística de los servicios urinarios y los clásicos sólidos que el cuerpo de tanta gente demandaba. Había mucho personal que limpiaba constantemente el palacio, especialmente las esquinas, porque era común que los invitados orinaran con urgencia en alguna pared o pasadizo poco iluminado. Tengamos en cuenta que en esa época no existía alumbrado eléctrico y toda la iluminación del palacio se hacía con mecheros o velas encendidas a mano. “¿Y los inmensos salones permanecían con velas todo el tiempo?”, le pregunté a la guía. “No, solo lo hacían cuando el rey tenía programado ir”, respondió.
Sobre eso, Luisito XIV solía despertarse tarde, y existía un ritual que llamaban Lever du Roi (el despertar del rey), para lo cual disponía de un gran salón, contiguo al dormitorio principal. Ahí él llegaba en pijama, somnoliento, se echaba en la cama y mucha gente selecta lo esperaba para ver cómo se desperezaba después de su aletargada noche de ensueño. En ese preciso momento, y una vez que los invitados estaban ya dentro para verlo, la servidumbre abría las altas y lujosas cortinas rojas y comenzaba la ceremonia. Había capacidad para cuarenta personas que podían tener el “privilegio” de verlo despertarse, por lo que, si eras elegido, ya eras un suertudo.
Mientras la guía nos explicaba, yo me imaginaba a Luis estirándose y a sus valets lavándole las manos con agua tibia, limpiando sus uñas y cambiándole la ropa de dormir por su elegante atuendo formal del día. Debió haber sido un espectáculo verlo desde esta época; en serio que me fui sonriendo. Después de ese despertar, el rey volvía a su dormitorio principal y, ya listo, pasaba al Salón de los Espejos, para que sus ojos, desde ese gran lugar, pudieran ver los inmensos jardines del palacio a través de los enormes ventanales.
Paseando después por los jardines, pensaba en la cantidad de veces que serían usados por el rey y la reina, porque son tan grandes que sería imposible recorrerlos con cierta regularidad. Al fondo, un inmenso y rectangular lago artificial estaba preparado para que la realeza pudiera dar una vuelta en bote cuando quisiera. Saqué la cuenta con el Garmin que uso: desde el Salón de los Espejos hasta el lago, el rey tendría que caminar casi un kilómetro, así que deduzco que ese placer de navegar no lo tendría muy seguido.
Todo este enorme gasto de semejante vida se solventaba con la natural y continua subida de impuestos a la plebe, hasta que, por supuesto, se cansaron de ello y comenzó a gestarse la revolución. Tuvieron que pasar varios monarcas, pero fue hasta Luis XVI que, en 1789, el pueblo tomó el palacio, derrocó a la monarquía, degolló al rey y, al poco tiempo, también mandó a la guillotina a la afamada esposa, María Antonieta.
Así nació la República.


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